El intríngulis de Jardiel

La Lluvia en la Mazmorra


“No lo sé. Procuro no dar consejos. Creo que todo el mundo aconseja, no por bondad y desprendimiento, sino porque el consejo lleva implícita la inferioridad del aconsejado y eso les hace sentirse mejor”.

Juan Ramón Biedma


Yo mismo he repetido –y me he repetido a mi mismo en más de una ocasión- sentencias similares a la que encabeza esta recensión. Aforismo vital que Juan Ramón Biedma pone en boca de Enrique Jardiel Poncela, el inesperado y homenajeado protagonista de su última novela, La lluvia en la mazmorra. Y no porque los consejos sean intrínsecamente maliciosos, de hecho algunos son excelentes en función del caso, sino porque quien aconseja toma el control de situaciones que a menudo no comprende porque no las vive, porque es fácil confundir al aconsejado desde el desconocimiento profundo de su problema y, sobre todo, porque los consejeros no arriesgan en la medida que nada deciden. El consejo no es un convenio, ni un contrato, ni un compromiso cuando no se cobra por darlo, y por ello el consejo gratuito es ligero, veleidoso y por lo común viene armado. Es más: siempre que he dado un consejo gratis –pocas veces me he tomado la prebenda, es verdad- la cosa ha estado en riesgo de terminar mal entre el aconsejado y yo.

Cuando hace unos años Juan Ramón me envió el primer manuscrito –que aun conservo porque guardo absolutamente todo lo que creo importante- de La lluvia en la mazmorra, sin embargo, corrí el riesgo de meterme a consejero sin soldada. No por creerme superior al autor, que a mi modesto entender es tan insuperable como lamentablemente poco reconocido por el gran público, lo cual habla rematadamente mal de nuestro mercado literario, sino en el malentendido de que la amistad de años y la admiración nunca ocultada conceden el derecho a aconsejar. Empecé por decirle que no me gustaba el título. Insistí en tratar de ajustarle determinados detalles de la trama argumental. Pude incluso atreverme a discutir su manera de estructurar el relato… Con el paso del tiempo me fui dando cuenta de que mi fatuidad surgía de un hecho al que yo, quizá voluntariamente, no había querido prestar atención: Juan Ramón había evolucionado como escritor entretanto yo seguía anclado en el que fuera. Por supuesto, nuestra amistad –por ser auténtica- nunca corrió riesgo alguno en la medida que la contumacia nunca se ha contado entre mis defectos, y que Juan Ramón supo entender que mis tontos consejos nacían antes del enorme cariño y admiración que le profeso como persona, como amigo, como profesional, antes que de un torpe deseo de tratar de aleccionar al que ya sabe, y mejor que uno mismo. Así es que yo callé, él siguió a lo suyo y todos tan contentos.

Por eso cuando recibí el ejemplar ya publicado, en perfecto molde, de La lluvia en la mazmorra –Biedma siempre ha tenido a bien contarme entre sus primeros lectores-, la primera cosa que hice fue ponerme a leer como si no lo conociera de nada. Porque así hay que entenderse con los libros. Como seres a los que hay que tratar con respeto, con los que hemos de conocernos, frente a los que tenemos que posicionarnos y con los que, por fin, hemos de terminar estableciendo relaciones más o menos venturosas. Hice aún más cosas: se la hice leer a mi esposa en la idea de que una voz objetiva, no maleada, ajena a mis prejuicios, tal vez fuera capaz de iluminar los recodos de sombra que aún provocaban mis viejos y absurdos consejos.

De esa relectura –mejor, relecturas- del texto nació una evidencia: Juan Ramón Biedma había madurado como autor. No en el sentido de ocuparse de nuevos temas, pues a cada cual sus vicios y querencias personales lo arrastran inexorablemente por sendas repetidas, en espiral perpetua, sino en el de crecer como artista, como autor e incluso como persona. Porque de la lectura de esta novela de trama impoluta, de mecanismos de relojería implacables, de personajes de trazo fino, de un estilo sintético perfectamente medido y de singular estructura, surge de inmediato la evidencia de que Juan Ramón Biedma se nos está haciendo mayor y muy grande. Enorme.

Dado que no me agrada realizar sinopsis de las historias que recensiono, pues para eso están las contraportadas de los libros y además soy perfectamente consciente de que la riqueza de las historias de Biedma no cabe en un puñado de líneas, debo ahorrar toda referencia expresa al contenido argumental del sorprendente intríngulis que el autor ha parido en esta ocasión. Sólo, por incitaros, os pediré dos cosas: imaginad el Madrid de la década de 1930, convulsionado, con un futuro ambiguo y un pasado al borde de la clausura; repleto de personajes singulares, fronterizos, a caballo entre las viejas costumbres provincianas de la España decimonónica, sobre las cimientos de una industrialización fallida, ante los primeros devaneos de un posmodernismo que truncará una Guerra Civil que ya amenaza desde la trastienda. Pensad en lo que podría ocurrir si en ese escenario –nunca mejor dicho- de extrañas convergencias y divergencias un autor teatral de éxito, Enrique Jardiel Poncela, se viera convertido en un detective de peculiar sentido del humor obligado a hurgar en los entresijos de una extravagante conspiración. Una que incluso excederá su genial imaginación de dramaturgo y llevará al límite la singularidad de su inteligencia…

He de ir terminando. Me limitaré en última instancia a certificar que La lluvia en la mazmorra, que por cierto viene magníficamente presentada en esta cuidada edición de Versatil –felicidades-, marca el inicio de una nueva etapa en la obra de Juan Ramón. Un periodo que, como todo camino que se inicia, desconocemos a dónde conducirá con exactitud, pero es seguro que tiene un horizonte bien delimitado en la mente de su autor. Así pues, en el comienzo de ese nuevo trazado prometedor que os invito a recorrer con él, pues seguro que será extremadamente interesante, quiero hacerle una promesa pública: amigo, no pienso volver a darte un solo consejo.

No me lo permitas, te lo ruego.

La lluvia en la mazmorra / Juan Ramón Biedma / Editorial Versátil, 2016