El retorno del Minotauro

Cuando esta novela estaba prácticamente terminada, allá por el año 2010, aún no tenía editor y, posiblemente, habría terminado, como tantas otras cosas que se escriben y no prosperan, en una carpeta de la vergüenza, escondida en el último sector de algún disco duro viejo. Resultó, sin embargo, que David G. Panadero, quien conocía a fondo el manuscrito, me puso en contacto con Pilar Barba, editora de la por aquel entonces recién fundada editorial NGCficción! Ella andaba buscando trabajos con los que alimentar su naciente fondo de catálogo y, a David, le pareció que mi trabajo podría ajustarse a sus necesidades. Fue una de esas extrañas y afortunadas serendipias que a veces nos procura la vida.

Todo salió bien (al menos al comienzo), y nos las prometimos felices. Entonces yo aún era tan fatuo y petulante que, pensaba, era preciso deformar mi nombre para convencer al futurible lector de la “importancia” de mis palabras. Ahora, subido a otras atalayas (o quizá al pie de ellas), he aprendido por fin que el escritor y su circunstancia deben ser menos importantes que lo escrito. La edad, que enseña.

Lamentablemente, en un mercado editorial tan saturado como el nuestro, en el que la batalla por alcanzar al siempre escaso lector es enorme y en el que los peces grandes, tristemente, no dejan espacio alguno a los chicos, ocurrió que NGC lo tenía harto difícil. Se hizo de todo para tratar de promocionar mi obra, así como la de otros/as colegas, pero no se logró el deseado objetivo de una distribución razonable. Finalmente, Pilar, a la que nunca podré pagar su amistad, cariño, trato y deferencia (mil veces gracias), optó por rendirse. Pero no del todo. Gracias a su participación conocí a Alejandro Pérez-Prat y el texto pasó al fondo de la editorial LcLibros, donde ha tenido una segunda vida en el mercado digital.

Once años después -ahora- Alejandro, bendita locura, se decidió a retornar La versión del minotauro a la existencia en papel. No me pregunten por qué. El hecho es que cuando me lo propuso me sentí al mismo tiempo ilusionado y asustado. Tuve que preguntarme, claro está y ante todo, si la obra habría resistido bien el discurrir de los años, e incluso pensé en la posibilidad de reescribir algunos pasajes (si es responsable, nadie es más crítico con al autor que el propio autor). Pero una relectura tranquila del borrador me convenció de que el texto, con el tiempo, había adquirido cierto aire “retro” que lo hacía interesante, a la par que le concedía una gracia especial que, en su inspiración original, cuando se compuso casi al hilo de la actualidad misma, posiblemente no tuviera. Es más: muchas de las anécdotas y vivencias que se desperdigan a lo largo de la novela se inspiran en vivencias auténticas, protagonizadas por personas de carne y hueso que tuvieron la deferencia de compartirlas conmigo, y me habría sabido mal retorcer el relato al punto de que sus actores terminaran por no reconocerse en ellas. Les debo al menos eso.

Sin embargo, y Alejandro (paciencia infinita) estuvo de acuerdo conmigo en ese punto, tenía la impresión de que era necesario ofrecer algo más. Un plus. Surgió así la idea de una “edición integral”.

Integral porque me he decidido a incluir en la obra que aquí se presenta aspectos colaterales que en su día quedaron fuera, o bien se compusieron a posteriori desde los descartes, como elementos añadidos para su promoción. Cuando se escribe siempre hay páginas válidas -no me atrevo a calificarlas de “buenas”- que se caen por cualquier motivo. En este caso, pensando en la muy posible contingencia de no poder editar una segunda entrega que empecé a escribir de suerte entusiasta, pero que las circunstancias encerraron en un cajón apenas cien páginas después, opté por realizar determinados recortes para conceder al lector un relato concreto y de final cerrado.

Ahora todo lo suprimido queda expuesto y la novela se presenta tal y como la planifiqué en su día. La esperanza subyacente, claro está, es que mi protagonista pueda salir de su laberinto, la vida misma, y tener ese futuro soñado que el pasado le escamoteó.

Si te interesa adentrar en el laberinto, la entrada es por aquí: https://literaturascomlibros.es/la-version-del-minotauro

El alma del «Mundo Facundo»

En estos tiempos de bombardeo mediático en relación a cuestiones que la mayoría de la población no entiende (incidencias, prevalencias, tasas de contagio, estudios epidemiológicos, vacunas, ensayos médicos, dobles ciegos y etcétera) es fácil advertir la escasa cultura científica del personal y, sobre todo, la banalidad de la información periodística sobre infinidad de temas que, acaso, tampoco el propio informador/a entiende demasiado bien (los disparates que difunden sin sonrojo alguno/as de nuestros/as grandes “grandes comunicadores/as” son de juzgado de guardia). En cierto modo, se trata de la expresión de un fracaso educativo colosal que expone a las claras las enormes lagunas del modelo vigente (y que nadie quiere, puede o sabe corregir): nunca antes en la historia han pasado las personas tanto tiempo en centros escolares antes de lanzarse a la calle, y nunca antes, por cierto, ha estado tan confundida sobre infinidad de cosas, casos y circunstancias tan elementales que son de puro Perogrullo. La ciencia, que en sus manifestaciones y aplicaciones reside en el epicentro mismo de nuestras vidas, se sigue observando como una especie de doctrina esencial, cuasi mística y sorprendentemente sometida al desmadre de lo opinable. Tampoco ayudan mucho a su difusión, dicho sea de paso, esos antipáticos y faltones fundamentalistas de “lo científico” que proliferan en el otro lado de la ecuación.

Se llama, por ejemplo, a un especialista en estudios epidemiológicos para que “opine” ante las cámaras, en frío, durante 45 segundos, acerca de la validez e interés de determinada decisión política. Como si ambas cosas tuvieran algo que ver. Se telefonea a un médico para que opine, sin mayor matiz ni ulterior análisis, acerca de la conveniencia de vacunarse con una “marca” concreta. Se devalúa el saber. Se cree que el hecho mismo de poder argumentar la existencia de “estudios” sobre esto o aquello equivale a la demostración de algo en concreto. Se reducen ingentes cantidades de datos complejos, en proceso de evaluación y análisis, a un titular (a veces no muy bueno), a 250 caracteres en una red social. A nada, de nada. Se generan alarmas poblacionales tremendas e innecesarias por culpa de eventos de impacto estadístico mínimo. Veamos: si la posibilidad de que una vacuna provoque una reacción adversa grave -cosa que aún no ha podido establecerse con rigor- equivale a 7-8 sujetos de entre una población de 8 millones de personas vacunadas, entonces la posibilidad de verse afectado por esa reacción al ser inoculado es menor que la de ser atropellado por una furgoneta en la vía pública cuando se sale de casa a por una barra de pan. Por supuesto, nadie deja de comprar pan, pero mucha gente -que no sabe ni cómo funciona- cuestiona la eficacia de la vacuna y decide no ponérsela. Mundo Facundo.

Esto es lo que fabricamos en los centros académicos (mea culpa), a causa de un modelo regido por criterios escasamente funcionales y repleto de trampas: masas de individuos acríticos y de escaso bagaje y comprensión de los problemas científicos -entre muchos otros- que, por ello, son maravillosamente fáciles de controlar, manipular, engañar, confundir y dirigir. Un éxito educativo absoluto: el analfabetismo inverso. El problema, pues, no son las fake-news, que han existido desde siempre, aunque no se llamaran así, sino la facilidad con la que se creen y expanden en estos días de ruido. El problema es la confusión constante de la opinión con la información, de los hechos y los datos con las creencias, de lo que se sabe con lo que se imagina, de la ideología con el conocimiento. El problema se transustancia en la forma de afirmaciones repletas de correlaciones ilusorias y sesgos de confirmación ridículos como, por ejemplo, conducir al ciudadano a tener que decidir si una buena o mala gestión de la pandemia se puede “medir” calculando la cantidad de horas que se abren o se cierran los bares. Esto es lo que tenemos entre manos. ¿Cuál es la solución a este desastre que se arguye siempre? Bueno, ya saben: esto -dicen nuestros próceres- se arregla con la implantación del bilingüismo, más ordenadores por alumno/a en los centros académicos y otras “tropecientas” horas de matemáticas a la semana en detrimento de toda esa farfolla ridícula de las humanidades. Ah, y mucho más papel a los padres para que decidan, sapientísimos dueños de la criatura, qué es lo que sus hijos tienen que saber y qué no (como si el acceso al conocimiento fuera el equivalente del menú de una hamburguesería), así como más fomento de la “ética del sacrificio” -sea eso lo que fuere, que siempre capta el voto de los obtusos de la letra y la sangre.

De hecho, cuando se nos presentan las noticias sobre ciencia en los medios de comunicación, especialmente teniendo en cuenta cómo y de qué forma se nos “venden” (porque este es ya un viejo problema inherente al fundamento mismo del modelo sociocultural en que vivimos), me viene a la cabeza el modo en que se difundió a comienzos del siglo XX el pretendido hallazgo “científico” del “peso del alma”: Un médico dice que el alma tiene peso.  Conviene recordar la historia porque seguimos en lo mismo.

Básculas “de precisión”

En marzo de 1907, los rotativos estadounidenses Boston Sunday Post y The New York Times sorprendieron a propios y extraños con una singular noticia: un médico desconocido de Haverhill, Massachussetts, llamado Duncan MacDougall (1866-1920), habría demostrado que el alma humana pesaba alrededor de 21 gramos[1]. Al parecer, MacDougall llevaba años trabajando en esta idea, desde que en 1901 hipotetizara que el alma humana, de existir realmente, debería tener algún tipo de rastro físico, pues en tanto que persona de formación científica estimaba que carecería de sentido —léase “sentido material”— pensar que si algo realmente existe no pudiera ser medido de algún modo. En consecuencia, trató de desarrollar un procedimiento experimental que le permitiera adentrarse en la cuestión, y lo que se le ocurrió fue realmente original: localizó a seis pacientes desahuciados e ingresados en casas de reposo cuya muerte fuera inminente y que reunieran la única condición de fallecer agónicamente, en sus camas, pues ello le permitiría estar presente durante los óbitos y establecer los pertinentes controles.

Llegado el momento oportuno, MacDougall depositó las camas en las que yacían los sujetos experimentales sobre una báscula de precisión cuyo margen de error no superaba los 5,6 gramos, y observó las variaciones de peso pre y post-mortem[2]. Al mismo tiempo, y como presumía que el alma era un elemento esencial de la especie humana que no debería estar presente en otros animales, decidió realizar un idéntico cálculo con perros, a los que hubo de envenenar previamente —por supuesto, ni que decir tiene que este modelo experimental sería inviable hoy en día—. El hecho es que los resultados fueron de todo menos claros, pues ni todos los pacientes perdieron peso a la hora del óbito —de hecho, los datos de dos de ellos fueron desechados por el propio experimentador—, y aquellos que sí registraron alguna clase de pérdida, no aportaron cantidades homogéneas, dándose la contingencia, por lo demás, de que solo uno de los sujetos experimentales perdió peso justo en el momento en que expiró, tal y como se esperaba. Los perros, dicho sea de paso, no experimentaron pérdida alguna de peso al fallecer, lo cual al menos corroboraría parte de la hipótesis inicial —que los cánidos no tienen alma, claro—. En cualquier caso, MacDougall no se desanimó y, tras realizar los pertinentes cálculos, superada la primicia periodística y la inevitable controversia, se decidió a publicar los resultados: primero en una revista especializada en investigación parapsicológica, cosa que entonces era considerada como un asunto muy serio y que concitaba el interés de figuras científicas de primer orden y, paralelamente, en la revista médica American Medicine[3].

El trabajo recibió muchas respuestas airadas de la profesión médica, que no solo cuestionaron sus métodos y resultados, sino, incluso y como no podía ser de otro modo, su teoría de partida. Es lugar común citar la elaborada desde un punto de vista estrictamente médico por el cirujano y ginecólogo Augustus P. Clarke (1833-1912), quien la hizo llegar a la sección de correspondencia del siguiente número de American Medicine. Sin embargo, y muy probablemente, la mejor elaborada desde un planteamiento teórico fuera la aparecida, tiempo después, de la mano de Austin O’Malley (1858-1932), un oftalmólogo, a la par que profesor de literatura inglesa[4]. Sea como fuere, y tomadas ambas críticas en conjunto, encontramos que los argumentos contra MacDougall, ya arremetieran contra su metodología, ya criticaran la validez de sus hipótesis de partida, resultaban absolutamente abrumadores: confusión ontológica entre física y metafísica; selección de la muestra anecdótica; control de resultados inconsistente; e incluso errores de apreciación médicos literalmente inaceptables, empezando por el hecho de que en aquellos momentos resultaba harto complejo determinar con exactitud el momento exacto de la muerte de un paciente, y terminando por el olvido de que los perros carecen de glándulas sudoríparas, lo cual podría explicar por sí mismo la ausencia de pérdida de peso durante el trance de la agonía.

MacDougall, sin embargo, y a pesar de que no logró replicar sus resultados no se arredró en su búsqueda del alma. En 1911, de nuevo en The New York Times, se reafirmó en sus ideas, a la par que, paradójicamente, expresó sus dudas sobre la posibilidad de que el alma pudiera ser fotografiada valiéndose de Rayos-X, tal y como defendían algunos investigadores de la competencia, si bien no descartó la posibilidad de intentarlo. En cierto modo, el lío epistemológico que el buen MacDougall tenía en la cabeza era importante, pues si estaba convencido de que el alma tendría suficiente materialidad como para poder “pesarse”, entonces tampoco tendría sentido dudar de que podría “fotografiarse”, ¿verdad?. En fin. Doctores tiene la iglesia de la ignorancia. Sea como fuere, desconocemos si obtuvo alguna clase de resultado digno de mención, pues su figura desapareció para siempre de la escena pública[5].

Del mismo modo, y quizá resulte aún más sorprendente que la desaparición de nuestro protagonista, nadie parece haber mostrado jamás un interés público en tratar de replicar los resultados de MacDougall. Y, sin embargo, la desacreditada teoría de los 21 gramos, el supuesto “peso del alma”, aún sobrevive en el imaginario colectivo e incluso se difunde con cierta regularidad, al punto de que nadie recuerda ya los nombres de Clarke u O’Malley, pero muchas son las personas que han oído hablar en alguna ocasión del experimento de “aquel médico que pesó las almas”. Se trata de una idea con tanta fuerza en la cultura popular que incluso se ha convertido en leit-motif de producciones cinematográficas de éxito, como la dirigida por el oscarizado Alejandro González Iñarritu (n. 1963).

Sin duda, algo muy sugerente y complejo sucede con estos bulos científicos para que ejerzan tan profunda fascinación entre el gran público, y no creemos que el asunto se pueda saldar con el recurrente argumento de atribuir estas ideas a la mera ignorancia de la masa, simplemente porque puedan no agradar desde pretendidas “alturas intelectuales”. Tiene mucho que ver con el modo en que se ilustra acerca de lo que es la ciencia, sobre lo que la ciencia hace, sobre lo que implica el resultado de un experimento, o sobre el alcance de sus aplicaciones, entre otras cosas. Tiene mucho que ver con el analfabetismo inverso al que aludía antes y que suscita contradicciones monumentales que serían divertidas, sino fueran trágicas: entretanto un elevadísimo porcentaje de jovenes en edad escolar es incapaz de soltar el smartphone, la cantidad de ellos que sabe cómo y por qué funciona una antena de telefonía es exigua. Resultado: el mismo tipo que esta cabreado por la “proliferación de antenas para telefonía movil” porque “provocan cáncer”, se pasa la vida enganchado al Tik-Tok. Mundo Facundo. De derrota en derrota, hasta la victoria final.


[1] Anónimo. Soul has weight, physician thinks. The New York Times, 11 de marzo de 1907.

[2] Wiseman R. ¿Esto es paranormal? Por qué creemos en lo imposible. Barcelona: RBA, 2011.

[3] MacDougall, D. (1907). Hypothesis Concerning Soul Substance; Togheter with Experimental Evidence of Such Substance. Journal of the American Society of Psychical Research, 5 (1), 237-244. También en American Medicine, 1907, 4 (11), 240-243. La primera publicación se editaba bajo el amparo de la American Society for Psychical Research, heredera de la sección estadounidense de la británica Society for Psychical Research, una entidad dedicada a los estudios parapsicológicos. Esta nueva sociedad, fundada en 1907, quedó adscrita como “Sección B” del American Institute for Scientific Research. Estaba dedicada a la investigación psicológica y parapsíquica y contaba entre sus componentes con miembros destacados de la academia oficial. Ello puede darnos una pista de la importancia que se concedía en el entorno anglosajón a la investigación “empírica” relacionada con esta clase de fenómenos y, por cierto, nos ayuda a comprender el porqué de la longeva tradición de departamentos de investigación parapsicológica adscritos a diversas universidades norteamericanas.

[4] Clarke, A.P. (1907). Hypothesis Concerning Soul Substance. American Medicine, 5 (11), 275-276; O’Malley, A. (1907). Is the Vital Principle Ponderable? American Medicine, 11 (11), 653-658.

[5] Anónimo. As to Picturing the Soul. The New York Times, 24 de julio, 1911.

Más que simples «manchas»

El mal denominado “test” de Rorschach es, en realidad, una prueba de carácter proyectivo-atribucional que trata de orientar al entrevistador acerca del funcionamiento psíquico del entrevistado, así como de ofrecer pistas psicodiagnósticas al especialista. Y decimos que no es un “test” porque no se trata de un constructo psicométrico estandarizado al uso, en la misma medida que no pretende “medir” ni “cuantificar” cosa alguna. De hecho, y se trata de un problema que afecta a la consideración general de la prueba de Rorschach, es una falla muy habitual entre los profanos en materia psicológica el de confundir los formularios destinados a la entrevista (estructurada o semiestructurada), las escalas y, en fin, todo aquel instrumento en el que se hacen preguntas o se tratan eventos de carácter psicológico, con los tests psicométricos convencionales, cuando en realidad son herramientas muy diferentes, que responden a criterios de construcción y elaboración distintos, y que se emplean con finalidades dispares.

Los orígenes

La idea original de la prueba que aquí nos ocupa, para comenzar, no fue del propio Hermann Rorschach (1884-1922). De hecho, el interés por la organización sensoperceptiva de las manchas y formas por parte del espectador, y que forma parte intrínseca de la teoría del arte contemporáneo, ya se remonta a las lecciones de pintura de Leonardo da Vinci (1452-1519). Por lo demás, tampoco estamos descubriendo la pólvora: su aplicación a toda suerte de elementos y constructos relacionados con la organización de los esquemas sensoperceptivos humanos, ha sido una constante no solo en las artes, sino también en la publicidad, la creación arquitectónica, o el cine. Lo cierto es que el primer antecedente conocido del uso de este elemento como herramienta destinada a la evaluación psicológica se encuentra en la tesis doctoral de un médico asociado a la Clínica Psiquiátrica de Zurich, el polaco Szymon Hens (1891-1986), leída en 1917[1].

Hermann Rorschach (ca. 1910).

Rorschach, que gozaba de cierto talento artístico y, además, era hijo de un modesto pintor que lo educó en estas cuestiones, estuvo interesado desde sus inicios profesionales en la exploración de las aplicaciones terapéuticas del arte. Ello le indujo a interesarse de manera natural por la metodología esbozada por Hens tras conocerlo en la clínica de Zurich. Así, comenzó a aplicarla tentativamente en su trabajo en la Clínica Herisau (Appenzell, Suiza), trabajando con infinidad de manchas en diversos formatos que fue seleccionando y aquilatando, mediante la interacción con pacientes mentales, y en función de los resultados de otras observaciones psicodiagnósticas paralelas. El resultado de estas experiencias profesionales, que tomó la forma de las archiconocidas láminas que todos conocemos de un modo u otro, se publicó por primera vez en 1921[2]. Esta consideración debería bastar para aclarar otra de las confusiones generalmente relacionadas con la prueba de Rorschach, a saber, que cualquier mancha aleatoria impresa sobre un papel, en cualquier formato, color y estructura, tendría alguna utilidad psicodiagnóstica o bien “diría cosas” acerca de la psicología de un individuo. Nada más alejado de la realidad.

Originalmente, Rorschach no había vinculado su prueba de manera directa, sino solo tangencial, con el psicoanálisis, en tanto que una de las grandes teorías en boga dentro de la psiquiatría por aquellos días. De hecho, para él tenía más sentido trabajar en la línea de las aportaciones de la emergente Escuela de la Gestalt, dado que primera gran teoría psicológica de largo alcance en torno a la exploración de las cualidades sensoperceptivas y sus consecuencias psíquicas, por lo que tenía planificado investigar desde sus fundamentos para otorgar a su prueba una mayor densidad teórica y experimental. Lamentablemente, su prematura muerte, a los 37 años a causa de una peritonitis, le impidió desarrollar adecuadamente este trabajo, así como profundizar en una posible vía de validación de la prueba, que aún se encontraba en fase de desarrollo. El hecho de que muchos psiquiatras de orientación psicoanalítica se hicieran afines a su uso, en la medida que potente herramienta para el psicodiagnóstico que encajaba bien con su orientación, fue lo que terminó estableciendo esta conexión, más factual, o circunstancial, que propiamente teórica.

Sobre su validez

Lo cierto es que se intentaron muchas vías parciales de sistematización y validación de la prueba de Rorschach, pero fue solo a finales de la década de 1950, cuando el psicólogo y psicoanalista David Rapaport (1911-1960) sugiriese a un entonces muy joven John E. Exner (1928-2006) la conveniencia de realizar esta tarea, que se comenzó a elaborar un compendio de todos los tipos de respuestas posibles, con la finalidad complementar los distintos sistemas de valoración que se habían desarrollado. Y Exner, armándose de paciencia, comenzó a reunir, con la colaboración de muchos colegas, ingentes cantidades de información diagnóstica internacional basada en el Rorschach. Su intención era la de encontrar un criterio común, o hilo conductor, que le permitiera reunir todos los distintos sistemas interpretativos del Rorschach existentes.

Así, creó el llamado “sistema comprehensivo”, que se basa en una nutrida base de datos estadística realizada a partir de miles de protocolos individuales[3]. Estudiando y reinterpretando estos protocolos sobre la base de la comparación entre respuestas, así como sus correlaciones con los diferentes rasgos de personalidad, logró establecer un criterio unificado que, hoy en día, es universalmente aceptado entre los profesionales de la salud mental. Con ello, es un error –a menudo malintencionado y por lo común motivado en el mero desconocimiento- minusvalorar la prueba argumentando que “es especulativa”, o que “no está validada”. Además, Exner concluyó su trabajo generando nomenclaturas homogéneas y hojas de respuestas estandarizadas. De tal modo, el psicólogo, una vez codificadas las respuestas obtenidas desde el criterio general, vuelca los datos, los analiza, observa su estructura interna, y obtiene así una configuración psicodiagnóstica bastante atinada que se vincula a los rasgos de personalidad del sujeto. Posteriormente, el Sistema Comprensivo sería aquilatado y ampliado por María Concepción Sendín (s.f.)[4]. Tampoco resultó, por cierto, menos importante en el proceso de aclaración y profundización de determinados aspectos otrora confusos -o debatidos- del Rorschach, así como para su extensión y consolidación internacional, el trabajo de Ewald Bohm (1903-1980)[5].

El sistema comprehensivo, a medida que fuera implantándose, aportó nuevos datos importantes para la valoración de la personalidad y la detección de estructuras mentales oscuras, o directamente invisibles, para otros sistemas de análisis basados en factores generales y diferencias interindividuales, que no son “mejores” o “peores”, sino que exploran otros territorios y pretenden a menudo otras aplicaciones no menos interesantes, pero sí potencialmente diferentes en su fondo. En ciencia, los juicios estéticos y de valor (del tipo: “es una demostración muy elegante”) a los que a menudo se abonan determinadas posturas críticas, pueden ser muy ilustrativos en un contexto expresivo, pero por sí mismo carecen de la más mínima validez justificativa y tampoco demuestran absolutamente nada.

John E. Exner.

¿Cómo funciona?

La idea de partida: si una persona entra en una habitación, sabrá inducir cuál es el significado de la misma a partir de sus características (muebles, útiles, decoración). De tal modo, la presencia en una estancia de unos muebles de cocina, así como de los correspondientes electrodomésticos, nos señalan cual es la finalidad de esa pieza de la casa. Pero si la persona entra en lo que a priori es una cocina y se encuentra con un piano, quedará desconcertada. Lo que hará entonces, de manera automática, será tratar de buscar una explicación congruente que la lleve a “comprender” qué función podría cumplir ese piano en tal contexto. Es decir, generará toda clase de atribuciones. Solo si no es capaz de encontrar tal explicación, o de generar una atribución adecuada, manifestará que el instrumento no pinta nada en la cocina y que está allí por motivos que ignora… Sorprenderá, en todo caso, que el sujeto se muestre apático ante la presencia del piano, pues esa indiferencia nos hablaría de un desapego hacia la coherencia propio de las personas depresivas y/o con alguna clase patología o demencia en curso.

Lo que pretende la prueba de Rorschach, por lo tanto, es “obligar” al sujeto a decidir –a generar atribuciones- acerca de qué sentido tienen las manchas aparentemente desorganizadas que se le presentan. En el fondo, no es algo diferente del proceso evaluativo de situaciones, discursos y contextos que todos realizamos, de manera natural y constante, en nuestra vida diaria. Ello nos da una idea bastante precisa de su madurez psicológica, así como de la cantidad y calidad de sus procesos cognitivos:

  • Un niño pequeño que entra en una cocina y se encuentra un triciclo no se preguntará qué hace allí, sino que simplemente se pondrá a jugar con él. No experimenta extrañeza ante los estímulos ambiguos sencillamente porque su inmadurez psicológica le induce a interpretarlos como totalidades indiferenciadas. “Hay un triciclo, qué bien, voy a montar”.
  • Personalidades más evolucionadas, como las de los jóvenes pre-púberes y púberes, sin embargo, tratarán de encontrar sentidos a los estímulos ambiguos tomando elementos aislados y analizándolos a partir de preceptos perceptivos elementales como figura-fondo, “buena forma”, semejanza y etcétera. Buscará así explicaciones confabulatorias (inventará una que sea posible a partir de sus experiencias previas). “Este triciclo, aquí, significa algo”.
  • Las personalidades adultas y maduras irán más lejos: tratarán de encontrar relaciones entre los diferentes aspectos del estímulo ambiguo y buscarán la forma de interpretarlo de manera flexible, como una totalidad integrada y “con sentido” razonable. “En esta casa debe haber niños”.

Es común que las personalidades poco maduras, especialmente si se encuentran deterioradas por diversos motivos, experimenten problemas regresivos e interpreten los estímulos ambiguos que presentan las manchas de modo análogo a los niños o los adolescentes (indiferenciadamente o confabulatoriamente), pero concediéndoles sentidos extraños, peculiares, deformados… Así: “alguien ha dejado este triciclo en la cocina a propósito para que yo me tropiece con él”.

La finalidad de la prueba, cuya aplicación requiere de un tiempo suficiente, no se puede efectuar de cualquier modo, a la par que precisa de un alto grado de formación y especialización por parte del profesional, es evaluar la personalidad a través de la interpretación de diez láminas en las que aparecen diversas figuras formadas por manchas de tinta simétricas. Estas figuras son ambiguas y no presentan una estructura definida, hecho por el cual pueden interpretarse de múltiples maneras por parte del paciente, unas tópicas -o comunes- y otras peculiares -e individuales-. En todo caso, y he aquí el fondo del asunto, lo que importa no es únicamente lo que la persona “ve” en la mancha -error de apreciación extendido- sino, ante todo, cómo argumenta o explica lo que ve, es decir, como “elabora” la mancha. El objetivo no es tanto el “qué” -que puede ser más o menos importante dependiendo del contexto del caso particular-, sino el “cómo”. Así, el especialista pasa la lámina al sujeto de examen (no la sujeta él, como se suele ver en el cine), y le pide que explique qué ve en las manchas tomando buena cuenta de sus apreciaciones. El evaluado puede acercarla, alejarla, girarla y etcétera a su antojo para generar patrones. El evaluador no instruye o dirige la prueba, ni saca conclusiones inmediatas, limitándose a codificar y anotar las impresiones del paciente.

Posteriormente, analizando sus notas, se hará una idea de posibles alteraciones de la personalidad presentes en el individuo, trastornos diagnosticables o latentes, y etcétera, en función de las respuestas y su consistencia interna. De este modo, no solamente se analiza lo que el sujeto ve, sino en qué zona de la lámina lo ve, si la observa en su posición original, si lo que ve está en movimiento, si busca otras perspectivas, la cantidad y calidad de percepciones que aporta… Por supuesto, el resultado obtenido no es decisivo o no implica una toma de decisión “en vacío”. Como cualquier otra prueba psicológica, incluidas las actuariales o tests, el Rorschach debe utilizarse paralelamente a otras observaciones obtenidas mediante entrevistas, anamnesis, historiales, antecedentes, el desempeño en pruebas colaterales y etcétera. Solo un pésimo especialista evalúa sirviéndose de un único instrumento.

Algunos criterios utilizados para evaluar esta prueba son los siguientes:

  • Tiempo de latencia: cuánto tiempo tarda el individuo en dar la primera respuesta a la interpretación de la lámina (demasiado tiempo indica lentitud mental; las respuestas rápidas e irreflexivas son señal de impulsividad alta).
  • Posición: cómo coloca mentalmente la lámina (90 grados, 180 grados).
  • Localización: dónde lo ve, en un detalle de la mancha, en toda la mancha, en el espacio blanco, etcétera. Ello nos habla de su percepción global, su atención a los detalles, el uso del espacio en blanco y etcétera.
  • Forma: determinar si percibe cosas generales, solo visualiza detalles, se concentra en determinadas áreas, emplea el fondo como parte de la figura o no…
  • Movimiento: si lo que ve está quieto, se mueve por sí mismo, o está animado por una fuerza.
  • Color: toda referencia al mismo indicará que el sujeto detecta diferencias en relación a texturas, profundidad, objetos…
  • Categorías: si lo que ve corresponde a figuras humanas, animales, plantas, paisajes, objetos inanimados, situaciones…
  • Un elevado número de respuestas por lamina indica extroversión, flexibilidad mental, expansión y capacidad argumentativa. Pocas respuestas indican introversión elevada, rigidez cognoscitiva e incluso obstinación.
  • El contenido de las respuestas puede tener interpretaciones diversas en función del sujeto entrevistado, pues nos habla de lo que proyecta y atribuye la persona en la lámina. Hay, por tanto, respuestas tópicas o no tópicas, pero no hay respuestas más o menos correctas. Solo tenemos respuestas.

Se debe tener presente, en todo caso, que la persona que pasa por la experiencia del Rorschach no suele mantener durante toda la prueba el mismo grado de intensidad emocional y de concentración. En tal sentido, hay que tener en cuenta dos elementos:

  1. La duración de la prueba puede ser más o menos larga en función de lo reflexivo y/o dubitativo que sea el individuo. También en relación a su estructura de personalidad, su deterioro psicológico y la tipología del mismo.
  2. En función del impacto emotivo que las diferentes láminas tengan en los sujetos particulares, el curso de su pensamiento se verá más o menos alterado. De hecho, el evaluador debe estar atento a esas rupturas, así como a las actitudes y conductas que el sujeto adopte a lo largo de la prueba en función de lo que cada lámina pueda significar para él.

En última instancia, y esto es muy importante, el Rorschach, al igual que el resto de pruebas psicológicas, no vale para evaluar cualquier cosa y, posiblemente, fuera de contextos clínicos, periciales y forenses, tenga escasa o nula utilidad, siendo su uso excesivo e inapropiado (no dejes que ningún caradura te lo pase en una entrevista de trabajo). Su eficacia, por lo demás, depende en buena medida de la preparación, eficiencia y calidad del evaluador. En tal sentido, son muy relevantes tanto el conocimiento por parte del especialista del funcionamiento de los elementos psicológicos en juego, así como su experiencia con el instrumento, pues el Rorschach es una prueba compleja que ofrece una “fotografía” del estado psíquico del paciente en un momento dado a través del cual -teniendo en cuenta otros elementos de juicio- se elaboran un diagnóstico y un posible pronóstico. No es en modo alguno un “mecanismo adivinatorio” o un procedimiento de evaluación que admita interpretaciones subjetivas y/o imaginativas. Por ello, se debe ser extremadamente cuidadoso con la metodología de aplicación, los contextos en los que se aplica, las características intrínsecas del paciente, así como con lo que se pretende conocer mediante su uso.

Abstenerse aficionados y gurús.


[1] Hens, S. (1918). Phantasieprüfung mit formlosen Klecksen bei Schulkindern, normalen Erwachsenen und Geisteskranken [“Imaginación y transferencias informales mediante manchas indiferenciadas en escolares, adultos normales y enfermos mentales”]. Zürich: Fachschriften-Verlag & Buchdr.

[2] Rorschach, H. (1921). Psychodiagnostik: Methodik und Ergebnisse eines Wahrnehmungsdiagnostischen Experiments [“Psicodiagnóstico: Metodología y resultados de un experimento de diagnóstico basado en la percepción”]. Berlin und Bern: Verlag Hans Huber.

[3] Exner, J.E. (2005). Principios de interpretación del Rorschach: Un manual para el sistema comprehensivo. Madrid: Psimática.

[4] Sendín, C. (2007). Manual de interpretación Rorschach para el sistema comprehensivo. Madrid: Psimática.

[5] Bohm, E.B. (1973). Manual del Psicodiagnóstico de Rorschach. Madrid: Morata (5ª ed.).

El criminal que mereces

Retrocedamos en el tiempo porque el pasado, contrariamente a lo que algunos suelen creer, no solo enseña cosas, sino que también nos muestra a menudo que lo defendido como “novedoso” no lo es tanto. Ni falta que hace.

Si contemplamos sin apasionamiento el panorama intelectual europeo del siglo XIX, resultará evidente que, ya desde los mismos comienzos del estudio científico y sistemático de la conducta criminal, hubo un buen número de voces discordantes que no tardaron en mostrar un preclaro aburrimiento y falta de interés por la inagotable y profusa charlatanería médico-psiquiátrica que lo inundaba todo. Un fenómeno reeditado hasta el presente, en el que se pretende -cierto que sin mucho éxito más allá de la venta millonaria de montones de libros cuestionables- reeditar la vieja pasión por hallar explicaciones biológicas cerradas a casi todo lo humano. Así, por ejemplo, la cháchara biomédica que rodea a todo lo relacionado con “el cerebro” y que se ha convertido, con el paso del tiempo, en una extraña forma de dualismo reformado, pervertido, en negativo: ya no se habla de “su alma” o “su mente” y usted, sino de usted y “su cerebro”. Lo que a su cerebro “le gusta”, lo que a su cerebro “le excita”, lo que su cerebro “piensa”, etcétera. Y así, esa cosa omnisciente llamada cerebro se ha convertido en una especie de caja de conexiones tan metafísica como estrambótica a la que usted, pobre, ya no puede gobernar porque le controla, le maneja, le dicta. Su yo, triste epifenómeno, es una ilusión vacía porque ya no decide nada. Solo queda “su cerebro”. Su cerebro le dice qué comer, que leer, que escuchar, e incluso qué hacer. Vivimos, a fuerza de no enseñar en las facultades ni cinco minutos de epistemología y teoría de la ciencia (esas “pajas mentales”, ya saben) en el paraíso de la falacia cientificista más tremenda de la historia: la confusión permanente del órgano con el proceso, de la estructura con la función, de la ontogénesis con la filogénesis, de la correlación con la causalidad, de la parte con el todo… No es un hecho nuevo porque el determinismo burdo, grotesco, doctrinario y sin matices tampoco lo es. Pero sí alarmante: el camino más recto (y peligroso) hacia la pseudociencia no es otro que el parte de la comprensión y aplicación confusas de la ciencia misma.

Y es que el XIX, que como ven aún nos empuja y moviliza en muchos de sus criterios y afanes, vivió la gran explosión de las ciencias médico-biológicas, pero también fue la centuria en que las ciencias sociales y humanas se desarraigaron del seno materno de la filosofía para echarse en brazos del positivismo –un abrazo no siempre bien conducido, ni exento de cierto apasionamiento irreflexivo y verborréico- para hacerse tal y como se contemplan en el momento actual, con sus virtudes y defectos. Para bien y para mal. No extrañará a nadie, por consiguiente, que durante sus primeros y dubitativos pasos la emergente Sociología comprendiera que también tenía algo que decir en relación al crimen, su génesis, su forma y su evolución.

Cosa vieja, forma nueva

Debe entenderse que el Big Data no es un invento de hoy. La pasión por reunir y cuantificar datos estadísticos a fin de bucear en ellos en busca de “regularidades” es tan vieja como la emergencia de las sociedades democráticas burguesas, el control de los Estados y la Revolución Industrial (modernidad sólida). Lo que ha cambiado en el presente, y quizá lo que motiva que se haya convertido en algo temible, es que, ahora, los datos se recaban a una velocidad inusitada, en cantidades ingentes, en tiempo real, gracias a los avances tecnológicos. Pero la idea de fondo es la misma: una sopa de datos gigante y bien ordenada sobre cualquier tema necesariamente debe ayudarnos a comprenderlo, manejarlo y modificarlo. No es que antes no hubiera Big Data (posiblemente, el documento de identidad que todos llevamos en el bolsillo sea una de las manifestaciones pioneras del Big Data más potentes que existen), es sencillamente que ahora, por devenires tecnológicos, nuestros datos han dejado de ser monopolio de los Estados y sus aparatos burocráticos, para convertirse en una mercancía más al alcance de cualquier empresa con los recursos necesarios.

¿Qué de repente se siente usted “controlado”? bueno: pues bienvenido al mundo real. Más vale tarde que nunca.

André-Michael Guerry (1802-1866) y Adolphe Quetelet (1796-1874), ambos adscritos a la emergente escuela franco-belga, fueron los primeros en comprender lo precedente: la importancia científico-técnica de la explotación sistemática de masas de datos acumulados. Frente al dato controlado, pero único, de la experiencia de laboratorio, las grandes cantidades de datos recabados en determinado contexto contaban con la cualidad predictiva propia que les concede la fuerza de la cantidad. Por ello, decidieron partir de principios completamente distintos a los conocidos hasta entonces para concentrarse en la influencia del medio social, la orografía, el clima, la clase social, la capacidad económica y etcétera en la conducta criminal. De tal modo, fundaron una nueva corriente criminológica, de corte ambientalista y bases sociológico-estadísticas, de gran interés político, que confluiría posteriormente en el trabajo de autores como Gabriel Tarde (1843-1904) y Emile Durkheim (1858-1917)[1].

No fueron Guerry y Quetelet los únicos en ver las cualidades inherentes a este proceder, claro está. En esta misma línea se situarían autores alemanes como Goerg von Mayr (1841-1925)[2], británicos como Henry Mayhew (1812-1887)[3], e italianos como Angelo Messedaglia (1820-1921). De este modo, frente a las corrientes basadas en criterios biológico-deterministas procedentes de la antigüedad y fortalecidas por los avances propiciados por la difusión masiva de los escritos de Charles Darwin (1809-1882) o Cesare Lombroso (1835-1909), la visión socio-moral del crimen tendía a rechazar cualquier clase de planteamiento eugenésico, médico o psiquiátrico para sostener que, en general, el delito no tiene nada que ver con consideraciones mentales patológicas u otros elementos endógenos más que en casos concretos. Que se aprende a lo largo del proceso de socialización como cualquier otra cosa en la vida y que, por supuesto, no se hereda. Que el medio genera al criminal. De tal modo debían ser las explicaciones sociológicas, ambientales, del crimen las que primaran sobre cualquier clase de planteamiento internalista.

Quetelet y Guerry, sin abandonar la espiral positivista que envolvía a la ciencia de la época, extrajeron el estudio de la delincuencia de los parámetros clásicos –o centrados en los factores individuales del delito- para entenderla como un fenómeno de masas que precisaba de un estudio a gran escala en la medida que hecho social. Habría, por tanto, que tratar de catalogar las regularidades económicas, socioculturales y educativas que dan razón del crimen y, desde ellas, establecer “leyes” que permitieran dar razón del fenómeno. Esto permitiría abordar dificultades como la aparición, frecuencia, distribución, volumen y cambio de las actividades delincuenciales en un momento y lugar concretos. En el fondo, y como vemos, otra clase de determinismo, de carácter externo al individuo, pero con una manifiesta vocación de control.

Desde esta pretensión inicial, el punto de partida de Guerry, Quetelet y sus sucesores va a ser obvio: los cambios propiciados por las revoluciones sociopolíticas del XVIII, así como la posterior Revolución Industrial, habían introducido graves desajustes en las sociedades que debieran ser estudiados y corregidos adecuadamente por los poderes públicos a fin de evitar su degeneración hacia situaciones incontrolables en el futuro. Ni que decir tiene que las críticas que ambos recibieron caminaron por idéntico sendero (en el fondo no muy diferente del que hoy en día reciben todas las corrientes de investigación basadas en esta metodología): la estadística no suponía más que una aproximación más o menos fidedigna a la comprensión estado del cuerpo social, pero no era en caso alguno una representación exacta del mismo. El reverso de este argumento es obvio: si la representación estadística de un hecho social a gran escala no puede utilizarse como elemento objetivo destinado a su comprensión, siempre cabe preguntarse qué otra cosa se debería utilizar… ¿Los estudios de cuatro cráneos de delincuentes? ¿La extrapolación general de unos cuantos estudios de caso? ¿Una visión metodológicamente sesgada procedente del análisis de una reducida población carcelaria? ¿La hipótesis generada en el examen de una deficiencia cromosómica de impacto poblacional tan reducido que cabría considerarla irrelevante? ¿El color de los ojos y el tamaño de la nariz? ¿La progenie del individuo? En suma, si de lo que se trataba era de renunciar a la visión del bosque, ello solo podría hacerse mirando el árbol. Y el árbol, en unos tiempos en los que campaban por sus respetos la eugenesia, el darwinismo social, la craneometría o la frenología, no tenía buena madera.

Leyes térmicas

Adolphe Quetelet era fundamentalmente un reformista cuyo máximo interés fue el de encontrar las fuentes de los anteriormente mencionados desajustes sociales, a fin de ofrecer pistas sobre la forma de alterar la dinámica de la sociedad para propiciar el bienestar público. O, dicho en términos actuales, para generar políticas de intervención y prevención. Un ideal muy propio de los progresistas de la época, dicho sea de paso. “Como reformador social, estadístico y sociólogo Quetelet, en su muy conocida ley térmica, ponía el énfasis en la existencia de correlaciones entre los delitos y ciertas variables significativas como el clima, la pobreza, el analfabetismo, el área geográfica, etc., además de analizar la correlación existente entre sexo-crimen y edad-delito”[4]. Se sirvió en su trabajo de las Leyes de Gauss, a partir de las cuales desarrolló un modelo de tres campanas –conocidas como Campanas de Quetelet– que correlacionaban el delito cometido, el ciclo estacional y otros factores sociales y psicológicos, lo cual dio pie a una interesante distribución que tomó la forma de sus famosas Leyes Térmicas: los delitos contra las personas ocurren principalmente durante el verano; los delitos económicos son propios de la estación invernal; los sexuales acaecían mayormente en primavera. Lo interesante es que Quetelet entendió que sus distribuciones no eran extrapolables a otros entornos ajenos al ámbito socio-geográfico del estudio, pero sí el método de trabajo, lo cual supone un preclaro avance metodológico.

La segunda aportación relevante –y exitosa- del trabajo de Quetelet fue, como ya se ha señalado, la comprensión genérica del delito desde los factores de edad y sexo. Dos elementos que hoy sabemos merecen especial atención en la comprensión de la conducta criminal, pero que en aquellos días habían sido manifiestamente minusvalorados por toda suerte de prejuicios y estereotipos. Merece la pena observar sus conclusiones, siempre elaboradas desde patrones estadísticos, pues a buen seguro al lector le sonarán a canción conocida. Primeramente, por cada mujer condenada había seis varones que lo eran. En segundo término, estableció que los varones tendían a delinquir con mayor profusión entre los 14 y los 25 años, mientras que para las mujeres la edad de máximo riesgo oscilaba entre los 16 y los 27 años. Un tercer detalle interesante de estos trabajos fue el de que consolidaron una idea que el tiempo ha convertido en lugar común: en función del ciclo vital del individuo, existiría una tendencia más o menos definida a cometer un tipo u otro de crímenes.

Estadística moral

André-Michael Guerry, por su parte, fue pionero en el estudio cartográfico de la delincuencia, ámbito en el que colaboró estrechamente con el geógrafo Adriano Balbi (1972-1848), junto a quien fundó lo que dio en llamarse Estadística Moral. Así, trazó una distribución geográfica del delito en Francia a partir de diversas variables como la ocupación profesional, el nivel educativo, el sexo o el clima. Coincidirá con Quetelet en la tesis climática que apoyaba las leyes térmicas, si bien lo concienzudo de su trabajo le permitió ampliarla sobre la base de otros factores socioeconómicos que, sorprendentemente, no pudo correlacionar directamente con las actividades delictivas. Fue así que Guerry permitió romper otro tópico habitual en la verborrea determinista de la época: la pobreza o el bajo nivel educativo no necesariamente correlacionaban con las conductas criminales y, por tanto, se debía matizar su valor etiológico en el delito. La pobreza o la riqueza de un individuo, en sentido estricto, eran variables que solo tangencialmente se relacionaban con la potencialidad y versatilidad criminal del individuo. Sólo así podía explicarse que las regiones norteñas de Francia, de mayor riqueza, tuvieran también un mayor índice de delincuencia que las del sur lo cual implicaba, literalmente, que a mayor nivel de vida, mayores diferencias sociales y por tanto mayor tasa de criminalidad. De otro modo: lo que impulsaba al sujeto a delinquir no era el dinero que tuviera en la cuenta bancaria, sino el nivel de desigualdad que experimentaba subjetivamente.

Los estudios de Guerry mostraron que la correlación entre educación y delito no revertía directamente en la cantidad de delitos cometidos por las personas, sino, antes bien, en su tipología: los individuos de bajo nivel educativo tendían más a los delitos violentos, pero los de alto nivel cultural eran especialmente proclives a los económicos lo cual, dicho sea de paso, supone un obvio anticipo de las tesis de Edwin Sutherland (1883-1950) en relación al delito de cuello blanco.

Más todavía: al parecer de Guerry (otro avance claramente establecido en la investigación contemporánea) la dureza inmediata en la reprensión del delito, o bien las políticas preventivas de largo alcance, tampoco mostraban gran impacto real sobre las actividades delictivas. Con ello se establecían las bases de una polémica tesis que haría popular Enrico Ferri (1856-1929), y de la que luego hablaría con profusión Emile Durkheim al esbozar su teoría de la anomia: el crimen es un elemento estructural más de la sociedad y cumple también una función social específica, de modo que un cierto nivel de delitos debe ser considerado como algo normal, inevitable e incluso necesario para el funcionamiento adecuado de una sociedad. No es que el crimen no debiera ser perseguido y controlado por el bien público: es que es inevitable. O, como lo expresaría con fina ironía Alexandre Lacassagne (1843-1924), las sociedades tienen los criminales que se merecen.


[1] Citemos dos célebres trabajos, de Guerry el primero y de Quetelet el segundo: Essai sur la Statistique Morale de la France (1833), y Sur l’Homme et le Developpement de las Facultes ou Essai de Phaysique Sociale (1836).

[2] Quien aportó a los estudios externalistas de la conducta criminal su Estadística de la Policía Judicial en el Reino de Baviera (1867) y, posteriormente, otra titulada La Regularidad en la Vida Social (1877).

[3] Resulta digna de mención por su interés y valía la obra capital de este autor; London Labour and London Poor (1862).

[4] Herranz de Rafael, G. (2003). Sociología y delincuencia. Granada: Editorial Alhulia, p. 25.

Gorros de papel de aluminio

En el conspira-mundo moderno, es habitual encontrarse con una historia absurda cada cinco minutos.

Quien no esta convencido de que los gobiernos del mundo -siempre dominados por una secta perversa de alguna especie, quede claro- buscan permanentemente el control o la manipulación de algo, “sabe” de buena tinta que el COVID-19 es un invento urdido en un laboratorio ultrasecreto o, desde luego, no cree en la eficacia de las vacunas porque sirven a alguna clase de interés ultrasecreto urdido por la misma civilización extraterrestre que construyó las pirámides del Yucatán. Tal vez, puestos a creer chorradas, sea verdad que el mundo es plano y vivamos en una moneda “gorda” rodeada de hielos perpetuos (nunca he podido comprender, dicho sea de paso, a qué interés podría servir convencer a todo el mundo de que la Tierra es redonda sin serlo, ni he encontrado a nadie dispuesto a explicármelo con algo de coherencia). Ya el pobre Jenner, cuando desarrolló la vacuna de la viruela, tuvo que trajinar con las legiones de imbéciles que argumentaban que inyectarse algo que salía de una vaca podría provocar que la gente empezara a mugir como loca, o que le terminaran creciendo cuernos. Nada nuevo bajo el Sol. Si no estamos negando la llegada de la misión Apolo 11 a la Luna, estamos tratando de quemar a Galileo, caricaturizando a Darwin o atribuyendo a Sócrates cosas que no dijo (porque nunca escribió nada de nada).

La negación sentenciosa del valor del conocimiento serio, venga de donde venga, tiene siempre cierto tufo a complejo de inferioridad. Resuena en su fondo aquella patochada extemporánea que solían decir los paletos avergonzados del año de la polka: “no estudies tanto, que se te va a derretir el celebro”. Tiene visos de esa ignorancia fanfarrona de barra de bar (“que yo sé cosas, no te creas que me vas a llevar al huerto”), y apesta a esa furibunda gilipollez de “yo estudié en la universidad de la vida” que, en todo caso, no es más que un síntoma preclaro de baja autoestima y lamentable autoconcepto… Como si los libros no estuvieran al alcance de cualquiera dispuesto a leerlos y, a lo mejor, tener título de algo hiciera de alguien mejor persona. Ya hay que ser triste para apocarse de manera tan ramplona, alcanzar la conformidad y pretender, encima, que el resto del mundo se acomode en lo mismo.

En fin, negar lo que se sabe argumentando que no se sabe todo es tan penoso como suponer que, en donde no se sabe, cabe cualquier cosa. De modo que tendría sentido y valor ponerse un gorrito de papel de aluminio, liarse un canuto, y disfrutar del espectáculo. Pues no, mire usted. En el espacio blanco del “no saber” no entra cualquier tontería que a usted se le ocurra porque el conocimiento por llegar viene precedido y movilizado por el que ya ha llegado. Ser crítico no es trabajo para ignorantes, y la opinión, por formada que pueda presuponerse, nunca es certeza. En todo caso, y por ser algo, es cosa opinable y nada más.

Y vengo al tema: el nuevo ogro de los tiempos presentes, por lo que parece, es el temible 5G. Un pretendido engendro tecnológico que, según algún que otro iluminado de pacotilla, nos freirá a todos las neuronas con terribles radiaciones electromagnéticas de alta frecuencia -cero evidencias, por supuesto-, a la par que podrá “controlar nuestras mentes” cuando active unos nanobots que nos van a insuflar en vacunas y medicamentos -cero evidencias, por supuesto-. Y hay personal por ahí que va, y se lo cree. Total, siendo gratis creer en cosas, pues que nos vayan echando. Venga otra ronda de gorritos de papel de aluminio. Como si hiciera falta 5G para eso. Bastaría con que todos esos conspiranoicos, que suelen pirrarse por las redes sociales, los portátiles y los smartphones de la manzanita -a la buena paradoja, oiga-, se enterasen de lo que las macroempresas informáticas hacen con una concienzuda gestión de la información que ofrecen gratuitamente acerca de sus vidas, debates y batallitas, para que se dejaran de tanta memez.

¿Qué es? ¿Qué hace?

Bajo la críptica -para algunos ominosa- denominación de 5G, básicamente, se habla del que será estándar para la quinta generación de comunicaciones móviles. Es decir, sin cable y sin fibra. O sea, que el 5G no es más que el desarrollo de una cosa que hace más de cincuenta años que ya existe y que, hasta donde se sabe, no ha hecho otra cosa que facilitarnos enormemente la vida. Por resumir:

  • 1980. 1G-2G (teléfonos móviles originarios).
  • 2000. 3G-4G (aparecen los smartphones).
  • 2020+. 5G (todo conectado. El famoso Internet de las cosas o Internet of Things, IOT que, así lo indican los acontecimientos, nos conducirá a la futura sociedad digital).

Quién define qué hace el 5G son los estándares del 3GPP (Third Generation Partnership Project), que no es más que una organización formada por diferentes empresas de telecomunicaciones de varios continentes, y fundada en 1992 a partir de la aparición de estándar de comunicaciones GSM (Global System for Mobile Communication). Vamos, que no estamos hablando ni de los Illuminatti, ni de los rosacruces, ni de los caballeros templarios, ni los extraterrestres de Alfa-Centauri, sino de la gente que, desde hace décadas, ha establecido el modelo de comunicaciones que le permite a usted hacer cosas tan sencillas como tener un teléfono móvil con el que llamar a todas horas y en todas partes, molestar todo quisque haciendo fotos donde no toca, o escribir impertinencias en sus grupos de WhattsApp.

Lo cierto es que entre 2018 y 2020, momento del desarrollo del 5G, se ha alcanzado una velocidad de transmisión de 1 Gb/s, que es un montón. Vaya, una tasa de transferencia que da para bajarse muchas series y subir a Internet muchas teorías de la conspiración bien gordas. La previsión es que, a partir de 2021, en la segunda oleada y según el 3GPP, se logren objetivos antes impensables como la digitalización general de la economía gracias a la alta fiabilidad del sistema, su baja latencia, el IOT incorporado a casi todos los elementos electrónicos que quepa imaginar y etcétera. El Rumba lo va a petar y le va a dejar la casa como una patena al mismo tiempo que le pone los grandes éxitos de Maluma.

Ello implicará que las redes de comunicaciones móviles tendrán que soportar capacidades enormes, de centenares de Mb/s, con una baja tasa de latencia y una elevada confiabilidad. Piénsese, por ejemplo, en el control de una red industrial de brazos robóticos para el funcionamiento de una fábrica automatizada. El hecho es que el control de calidad es fundamental en cualquier actividad económica, y los estándares de calidad aceptables en los procesos de fabricación futuros solo serán posibles si la red que controla la maquinaria es muy eficiente. A nivel doméstico el 5G, por tanto, no va a implicar que usted se le frían las neuronas o dominen su voluntad con nanobots (a ver si maduramos) sino, y he aquí lo interesante, que sea posible tener una casa completamente automatizada como esas que se ven en las películas de ficción-científica que tanto molan. Y solo es el comienzo. De aquí a nada, como en Star Trek.

En el futuro previsto a no muy largo plazo, en función del dispositivo a regular mediante comunicaciones móviles, y teniendo en cuenta sus requerimientos concretos, las peticiones a la red van a ser múltiples y, en consecuencia, las exigencias de tráfico que soportarán, también. O, por mejor decir, que el 4G ya se nos quedará corto para hacer esas cosas que tanto nos gustan, como descargas rápidas de datos, streaming en tiempo real eficiente, teletrabajo a la carta, y etcétera. Imagínese, amigo conspiracionista, el montón de vídeos de supuestos OVNIs, posesiones demoniacas, actividades terribles de agencias gubernamentales y demostraciones de la tierra plana que va a poder subir a la red como si tal cosa. La repera.

Todo ello implica que serán precisas redes 5G muy flexibles, lo cual obligará a las empresas tradicionales de comunicación realizar un gran esfuerzo competitivo… Seguro, ya que estamos, que a más de una de las personas que leen esto ya la están friendo con llamadas sus teleoperadores. De hecho, se prevé que para 2025 el 97% de las empresas utilizarán sistemas de Inteligencia Artificial, con lo cual volumen de acceso a las redes 5G se acercará al 85% mundial. Miguel Bosé se va a volver loco.

Grandes inversiones

En tal sentido, la inversión en esta clase de tecnologías es capital para todos los países, y será central para quien no quiera quedarse atrás en el nuevo tablero económico mundial. España, por ejemplo, es líder europeo en fibra (que es lo mejor, ojo), y se calcula que un aumento en un 10% de digitalización equivale a un crecimiento, nada memos, que de un punto en el Producto Interior Bruto (PIB). De hecho, y como se viene comentando, el tráfico en las redes móviles se multiplicará por diez en los próximos cinco años. Esto implica que ser competitivo en el negocio de las comunicaciones implicará bajar el coste final por Gb manteniendo el aumento sostenido del tráfico en las redes. En tal sentido, la ventaja del 5G es que permite que con una inversión equivalente a la que se haría en 4G, se logrará ser más competitivo. Por supuesto, siempre podremos manifestarnos delante de las antenas para que no lo instalen, pero luego no se quejen si la economía no funciona, la Administración ignora sus demandas por culpa de una red sobrecargada, o la Seguridad Social no les atiende tan rápido como desean.

Todo lo expuesto hasta aquí ha motivado que el ciclo de adopción del 5G haya sido más rápido que el del 4G. Los retos futuros para los operadores van a ser básicamente dos:

  1. Mejorar la experiencia de usuario.
  2. Determinar dónde está el negocio en el ecosistema del 5G.

Así, y en atención a estos retos, el 5G precisará de mayor innovación tecnológica que permita superar algunas cuestiones que tiene pendientes:

  • Ampliar el espectro de frecuencia.
  • Mayor espacio físico en las antenas para implementar el hardware. La simplificación de las antenas va a ser fundamental, pues deberán integrar servicios para 2G, 3G, 4G y 5G en el menor espacio posible. Del mismo modo, habrán de mejorarse los anclajes y toda otra serie de elementos que son costosos, pero necesarios, en la medida que se debe dar más servicios en el mismo espacio físico.
  • Mejora de la calidad.
  • Más y mejor experiencia de usuario.
  • Mejorar la cobertura en interiores.
  • Desde el punto de vista empresarial, será importante redefinir el modelo de negocio. Cosa, por cierto, imprescindible tras la crisis mundial del coronavirus, así que vayan pensando en ello.

La mejora en estas cuestiones permitirá a las operadoras monetizar adecuadamente la implementación del 5G. Corea del Sur, por ejemplo, fue el primer país del mundo en implementar el 5G para uso particular con excelentes resultados, en la medida que las operadoras se concentraron en mejorar la experiencia de usuario, así como la calidad de las comunicaciones.

Hay un hecho claro, y es que lo mejor es la fibra óptica pues nada funciona con tanta eficacia, pero ésta no siempre se puede desplegar en la medida que el coste de instalación es demasiado elevado en relación a la cantidad potencial de usuarios. Por ejemplo, esta es una dificultad muy habitual en entornos rurales. En esta clase de situaciones el 5G se convierte en una solución de compromiso óptima (es lo que se conoce como Red 5G Stand-Alone, es decir, que se despliega solo el 5G; la red 5G Non-Stand-Alone es aquella que suele desplegarse en entornos urbanos, donde comparte espacio con el 4G). Ahora que se habla tanto de la “España vaciada” el 5G se plantea, precisamente, como la opción ideal para volver a llenarla: la banda 5G estándar con mejores prestaciones es la banda C (de 3,5 ghz). Existe otra de 26 ghz, denominada massive MIMO, pero aún no está licitada por la Unión Europea. En entornos rurales se suele emplear una banda de 700-900 mhz, que no es tan rápida, pero garantiza una experiencia de usuario bastante buena a un coste aceptable.

La ventaja general de la red 5G, y he aquí su gran utilidad, es que permite decidir hasta dónde se puede acercar una función o aplicación de la red al operador, sin que sea necesario mantenerlas en una nube como ocurría en el 4G. Esto significa que el operador podrá monetizar el servicio determinando qué funciones, y con qué grado de calidad, va a ofrecer a un usuario determinado, y cuáles no. Ello implica que se podrán ofertar a la carta y será el usuario quien decidirá si desea pagar por un servicio en concreto, o no hacerlo, y en qué condiciones. Esa es la ventaja fundamental del 5G desde un punto de vista empresarial.

Y si no, siempre le queda a usted el gorrito de papel de aluminio.

Las Cinco de Whitechapel

Las cinco mujeres

Hallie Rubenhold

Barcelona, Rocaeditorial, 2020

Trad.: Mónica Rubio

La Criminología contemporánea no puede entenderse ya sin la comprensión del papel de la víctima. De hecho, si en algo nos han ayudado los desarrollos recientes de la Victimología ha sido en la comprensión del papel decisivo que toda víctima tiene en los mecanismos que conducen a su victimización y en la asunción del hecho de que, a la hora de la verdad, el crimen es una actividad compleja que enlaza las acciones de los victimarios con las de sus víctimas de suerte inevitable. Entender el crimen no es posible ya solo desde viejas tipologías criminales superadas (la tesis de la homología es harto discutible en términos científicos, y de hecho se encuentra más que discutida), ni prestando atención únicamente a un criminal que, durante siglos, ocupó el centro del escenario con escasos resultados prácticos. El debate penológico y penalista, focalizado en el agresor, posiblemente, ha impedido tanto el avance de la criminología como ciencia, como la actitud tradicionalmente inmovilista y acaparadora de los Estados y de los Cuerpos Policiales (la así llamada “modernidad sólida”) para quienes el control externo y la mirada crítica siempre ha sido cosa «peligrosa» y «subversiva».

Desde la década de 1960, cuando el debate en torno a la víctima fraguó en la discusión criminológica contemporánea, ha sido inevitable tener que enfrentarse a la acción politizadora en la materia de los diferentes actores sociales. Durante un tiempo pareció a ojos de algún que otro despistado que discutir acerca del “papel” de la víctima en la dinámica criminal era equivalente a “culpabilizarla” de su propia victimización. Territorio vedado. Tabú. Y el problema subsiguiente de esta posición intelectualmente castrante es obvio: si no podemos hablar de algo estamos incapacitados de suerte automática para comprenderlo.

A semejante absurdo se sumó, inevitablemente, la acción interesada de quienes han pretendido que explotar el sufrimiento de las víctimas, en cualquiera de sus formas, podría convertirse en una adecuada palanca ideológica. Ha habido víctimas, incluso, que han creído inocentemente que prestarse a esta clase de intereses podría serles benéfico, de modo que han contribuido inevitablemente a su cosificación, a su conversión en herramienta de intereses -políticos, mediáticos e incluso económicos- que ni les corresponden, ni les ayudan (porque simplemente las desprestigian al someterlas a dudosos cuestionamientos públicos), y que en última instancia solo han servido para ahondar en los mecanismos inherentes a su revictimización. Creer que la solución de los problemas de las víctimas es posible más allá de la ciencia, en la mera acción política o en la simple manifestación pública, es equivalente a pensar que los problemas económicos o personales de alguien tienen arreglo recurriendo a la astrología o al Tarot.

No cabe ser injustos, sin embargo: con ser importante que a las víctimas se las visibilice y se las apoye sociopolítica y económicamente, hecho al que ha contribuido de suerte inestimable la emergencia del asociacionismo victimal, los acontecimientos nos demuestran de suerte constante que ello, por sí solo, ni satisface infinidad de cuestiones ético-morales que están más allá de las declaraciones de principios, de los reconocimientos públicos, de las buenas obras, o de las pensiones, ni resuelve la inmensa mayoría de los problemas de fondo. Ese escaparate de lo público está bien y es necesario, pero solo es el comienzo y no puede hacer de sí mismo un fin, del mismo modo que tampoco puede convertirse en pretexto para otros fines diferentes (a veces bastante turbios) de aquellos que le son propios.

Debieran sobrar las justificaciones, pero aclaremos que comprender cómo la víctima interviene en la mecánica del crimen no quiere significar que de algún modo sea “culpable” del mismo (el culpable es el criminal, y solo él, en la inmensa mayoría de los casos), pero ayuda a entender qué ocurrió, cómo y por qué. El crimen siempre es una interacción compleja que implica a varias personas, tal cual otra cualquiera porque el crimen es una realidad sociohistórica que puede repugnarnos, pero que no va a desaparecer, en tanto que fenómeno humano, por el mero hecho de repudiarlo o perseguirlo. En realidad, el enfoque desde lo victimológico ayuda a generar estrategias preventivas, mecanismos de intervención y tratamiento, a aquilatar cuestiones accesorias relacionadas con el Derecho, la Sociología o la Psicología, e incluso a resolver casos policiales complejos que, de otro modo, atendiendo solo a los actos del criminal, nunca podrían abordarse con garantías. La Criminología del futuro no puede entenderse ya sin las víctimas, su papel, sus actos y sus necesidades.

El valor de “las cinco”

Toda esta introducción centra el interés del libro que me permito recomendar encarecidamente en esta entrada: Las cinco mujeres, de la historiadora británica Hallie Rubenhold, y cuyo argumento se centra en la comprensión sociobiográfica de las cinco víctimas consideradas canónicas de Jack “el destripador”, posiblemente el criminal más famoso de los tiempos modernos. Tan destellante en sus “intrépidas” hazañas que oscureció por completo el papel de sus coprotagonistas. Esas mujeres que, al parecer de infinidad de historiadores poco cuidadosos, simplemente parecieron pasar por allí y a las que nadie prestó nunca el adecuado interés más allá de detalles anecdóticos y en muchos casos infamantes.

La deliciosa lectura de este libro (que enseña muchas cosas) nos adentra en las razones del que, posiblemente, sea también uno de los mayores fracasos policiales de la historia contemporánea. Durante décadas se nos “vendió” la idea de que estas mujeres eran meras prostitutas, hecho que parecía explicar por sí mismo su destino fatal más allá de cualquier otra consideración, cuando la verdad es que ello no solo no es exacto (más bien se trata de una terrible e injusta falacia), sino que además incurre en una terrible simplificación de las circunstancias históricas en las que el caso se desarrolló y que, probablemente, contribuyó de manera inevitable a su no resolución. Los prejuicios, embustes y estereotipos que imbuyeron a Autoridades, la policía y los medios de comunicación (que fueron incapaces de ofrecer una visión unitaria y coherente de los crímenes y sus protagonistas) desvirtuaron la investigación prácticamente desde sus inicios y, por lo demás, alimentaron toda una amalgama de enfoques conspiranóicos y teorías disparatadas (y contradictorias) que hicieron imposible un trabajo policial, criminológico e incluso histórico, a posteriori, medianamente sensato.

Hallie Rubenhold, mediante una exquisita y documentada reconstrucción de las vidas de estas mujeres, así como del entorno sociocultural de la Inglaterra victoriana en la que vivieron, y en la que “ser mujer” tenía un significado personal, social, e incluso moral, muy concreto, pone de manifiesto algo que hasta pocas décadas no ha empezado a entenderse con ciertas garantías: que las víctimas también nos ayudan a entender el crimen y sus peculiaridades. Que, de hecho, no se puede entender sin ellas porque también son protagonistas del mismo. Que, muy posiblemente, Jack no las eligió azarosamente para dar rienda suelta su furia asesina, sino que, probablemente, las escogió precisamente por ser quienes eran, por estar donde estaban y por vivir como vivían.

En lo personal, siempre me ha interesado poco enredarme en el debate acerca de si Jack era médico, veterinario, príncipe o saltimbanqui, pues posiblemente esa pregunta ya no pueda ser respondida con garantías. De hecho, es un debate bizantino que ha solido aburrirme bastante. En realidad, el problema de fondo siempre estuvo ante las narices de todo el mundo: nunca estuvo solo y sus desgraciadas víctimas, vida a vida, también enviaban un preclaro mensaje que nadie quiso, pudo o supo escuchar.

Lectura para gente sin prejuicios.

El maldito azar

Las personas que se acercan asiduamente a este blog (cosa que agradezco) saben que, de vez en cuando, trato de desempolvar algún caso abierto. No por la vana ilusión de creer que mis líneas resolverán cosa alguna sino, más bien, porque me parece una forma cuando menos testimonial de hacer justicia a esas víctimas que nunca la han obtenido, bien sea recordando su nombre, su peripecia y el absurdo insondable de sus desgracias… Y si por el camino ocurre la serendipia de que la narración sirve a algún fin positivo –cosa dudosa, pues estos casos fríos llevan mucho manoseo encima y dependen ya más de la conciencia y la voluntad del agresor, o de la mera probabilística, que otra cosa-, pues eso que nos habremos encontrado.

Solo el olvido es la muerte final, definitiva, de las cosas y las gentes.

Lo cierto es que esta historia, por sus características, elementos y peculiaridades, es de esas que se han convertido ya en referente clásico para infinidad de cursos de Criminología, ensayos de perfilación, análisis criminalísticos, ejemplo recurrente para el adiestramiento en investigación policial, letra para manuales y demás enjundia académica. Pero de solución –o algún viso de ella-, nada de nada. Y es que todo aquí es un misterio absoluto que hace pensar más en la circunstancia lamentable de una víctima escogida al azar, porque sí, cosa que siempre torna el trabajo policial en verdadera pesadilla, que en una acción planificada destinada a satisfacer un propósito preestablecido.

El caso imposible es precisamente aquel en el que no hay a la vista alguien que pudiera tener motivo, medio u oportunidad, ya que, de repente, tampoco hay hilos de los que tirar. Cuando la víctima tiene la simple y llana desgracia de encontrarse en el lugar equivocado y en el momento menos oportuno, sin más, y concurre el hecho de que el agresor -ya voluntariamente, ya por mera suerte- deja poco o nada de sí mismo en el encuentro, se nos presenta el más puro caos. Como en aquella magnífica película de Kieslowski (El azar, 1987) en la que un tipo coge un tren, o no lo coge, y ese acto aparentemente banal cambia su vida por completo.

En tales circunstancias cualquier metodología de investigación (del tipo que fuere) ha de enfrentarse a sus propios límites, y asumirlos. Las agencias de investigación policial, por su propia naturaleza interna, tienden a ser tenaces y concienzudas, de modo que por descarte valoran cualquier línea de actuación por remota que sea, si es que puede ofrecer algún resultado -lo veremos a continuación-. Pero, como en cualquier otro ámbito sometido a los rigores de lo metodológico, sin datos confiables, ni medio de obtenerlos, no pueden darse resultados positivos. Es frustrante y enojoso, pero en esta vida se llega hasta donde se llega pues sin información no se puede generar conocimiento.

Una boda como todas

Natividad, que así se llamaba la víctima, no iba a estar en Santander aquel día. De hecho, no tenía pensado asistir a la boda de aquel familiar por diferentes razones familiares. Su marido, abogado del Estado, no podía asistir, y sus hijos viajaban a Irlanda por aquellas fechas. Pero la convencieron a última hora. La típica historia: “anímate”, “vente con nosotros”, “lo pasaremos bien”, “me lo pienso”, “venga”. Así que el viernes 5 de julio de 2002 se subió al coche con su hermano y su sobrina, y allá vamos. Pareciera que el destino quisiera llevarla allí a todo trance, pues ya metidos en carretera el terceto llegó a plantearse la idea de suspender el viaje ante el monumental atasco con el que se encontraron a la salida de Madrid. Las fechas estivales, ya se sabe. Pero se armaron de paciencia y persistieron. Por lo demás, un viaje tranquilo, la llegada normal y por fin el hospedaje en casa de uno de sus tíos, el que era magistrado, que vivía cerca del Ayuntamiento… Nada destacable. A la mañana siguiente salió a comprar un regalo para los novios y darse un paseo por la Playa del Sardinero. Y en la tarde del sábado, ataviada con ese terno de tiros largos que uno se pone en las grandes ocasiones, pues de boda y a pasar un buen rato, que de eso se trataba.

Lo cierto es que María Natividad Garayo Orbe, profesora de lengua y literatura en el exclusivo British School de Somosaguas (Madrid) tenía entonces 44 años. Caeremos a sabiendas en el tópico más acendrado de cuantos existen en la triste historia del relato criminal, pero la verdad es que era una persona acomodada y tranquila cuya vida discurría en la más completa normalidad. Nada raro que decir. Nada fuera de lugar. Sin conflictos destacables más allá de los ocasionales contratiempos que depara el día a día de cada cual, esta madre de tres hijos, en excelente forma física y dotada con ese atractivo tranquilo que a muchas mujeres concede el ingreso en la madurez, estaba amablemente casada, siendo su existencia estable y a todas luces feliz. Nadie pudo aportar, de hecho, dato alguno que contrariase esta idea. Su alumnado, sin ir más lejos, la recuerda como una docente motivada y vocacional, de las que se interesan e implican, hacen bien su trabajo y a la que todo el mundo aprecia de un modo u otro. Nadie parecía desearle mal alguno, ni había razones que así lo justificasen. Sin cuentas pendientes con el pasado. Nada de nada. La policía se volvería loca escarbando aquí y allá, pero no.

El hecho es que, tras la ceremonia nupcial, la celebración de la boda fue todo lo perfecta que cabe esperar. Una boda de postín y por todo lo alto que se festejó en las instalaciones de la Real Sociedad de Tenis de la Magdalena, junto al célebre Palacio en el que la Universidad Internacional Menéndez Pelayo celebra sus cursos de verano. Un lugar exclusivo, solo para socios, muy elegante. Cena, bailoteo, muchas risas y parabienes. Y la gente, ya entrada la madrugada, que empieza a marcharse en un constante rosario de salidas. La policía –luego- se hartaría de visionar los vídeos que registraron las cámaras de seguridad de las instalaciones en busca de detalles raros, circunstancias inusuales, gestos dudosos, eventos extraños que hubieran podido pasar inadvertidos a los invitados… Pero lo que vieron durante horas, hasta frisar el más puro aburrimiento, fueron las imágenes de una boda típica y tópica en la que todo el mundo lo pasa fenomenal y punto redondo.

Zona de postín

El hermano de Natividad, que se alojaba en la casa de otro familiar ubicada en la cercana localidad de Quijas, decidió marcharse antes que ella. Tuvo que prestarle veinte euros para que pudiera tomar un taxi, pues la mujer, que no pensó inicialmente en la contingencia de gastar dinero alguno, llevaba un bolsito pequeño de color dorado en el que había metido únicamente el teléfono móvil y algún útil de maquillaje. Simplemente ocurrió que se encontraba a gusto y decidió prolongar la noche un poco más. Se despiden.

A las 3:00 de la madrugada del recién nacido 7 de julio, Natividad decide que es momento de irse ya. Pero no pide ese taxi. De hecho, verla salir caminando a aquellas horas sorprende al portero de las instalaciones, que, hasta donde se sabe, fue la última persona que pudo verla con vida antes que su asesino -o asesinos-, pero tampoco le resulta cosa alarmante. El barrio es excelente y la tasa de delitos de Santander es una de las más bajas de un país en el que tampoco son altas, de modo que Félix -así se llama el empleado- deja a la mujer ir y sigue en sus tareas. La explicación de esta conducta tampoco requiere de grandes argumentos: Ya hemos comentado que Natividad se encontraba en buena forma, la climatología era excelente y, posiblemente, decidió en el último momento que sería buena idea darse un largo paseo para terminar de bajar la copiosa cena. Ciertamente, la Sociedad de Tenis no está cerca del Ayuntamiento y el minutaje caminando es amplio, pero ella es andarina y además tiene los veinte euros a mano por si cambia de idea. Todo dentro de lo normal.

Este es el trayecto original que emprendió Natividad (se ignora si pensaba cubrirlo al completo). En total, unos 40 minutos a pie.

Nadie sabe qué ocurrió durante ese paseo que, por cierto, discurriría por una de las calles nobles de la ciudad, la Avenida de la Reina Victoria, repleta de viviendas de lujo y palacetes equipados con caros sistemas de videovigilancia, salpicada de locales con amplias terrazas que, en algún caso, aún iban cerrando a aquellas horas tardías. Lógicamente, no había muchos peatones en aquel momento, pero sí un goteo incesante de coches dado que es la arteria conecta la Playa del Sardinero con el centro de Santander. Algún camarero que regresaba de su jornada laboral todavía discurría por la avenida en aquel momento, pero ninguno advirtió nada fuera de lo normal. Uno de ellos en concreto, empleado en un restaurante cercano, incluso pasó por el lugar en el que Natividad fue agredida más o menos a la hora en que todo debió ocurrir, pero luego declararía no haber visto u oído nada sospechoso.

No obstante, a las 3:40 horas de la madrugada un joven que deambulaba por el paseo marítimo, y que luego declaró ir en aquel momento al encuentro de su novia, descubrió el cadáver ensangrentado de la mujer y lo puso en conocimiento de las Autoridades. La víctima estaba arrodillada, con la cabeza caída sobre el pecho, junto a las escaleras que descienden a la Playa de los Peligros. Le habían propinado 35 puñaladas y quedó justo donde la mataron.

La ruta que recorrió Natividad. Como puede observarse, a un paso normal, debió caminar entre 10 y 15 minutos, lo cual señala que debió ser agredida entre las 3:10 y las 3:20 de la madrugada. Alrededor de veinte minutos antes de que su cadáver fuera localizado.

Hipótesis para un absurdo

La víctima no tiene la ropa desgarrada ni muestra signos de haber sido agredida sexualmente. El pequeño bolso dorado, con todo su contenido -incluidos los veinte euros-, está junto al cuerpo. Aún porta consigo las golosas joyas valoradas en unos 18.000 euros que nadie ha tocado… Así que el robo tampoco es una opción plausible. De modo que los agentes asignados al caso, ante la enorme violencia ante-mortem desplegada sobre la víctima -ensañamiento- que asumen como manifestación de pasiones desatadas, piensan inmediatamente en un móvil de género. Tan convencidos están de que esta es la opción buena que lo primero que hacen es escarbar en el matrimonio de Natividad. Es cierto que el marido estaba en Madrid y con ello su coartada era poco menos que perfecta, pero piensan, dada la excelente condición económica de la familia, que bien podría tratarse de un crimen por encargo. Sin embargo, esta hipótesis se va a desmoronar muy pronto: si bien el propio hermano de la mujer desechó por completo la idea desde el primer momento, la policía, harta de encontrarse con cosas que no son lo que parecen, siguió adelante con esta teoría que, por supuesto, no daría resultado alguno. Se trataba de un matrimonio de postal.

Este es el acceso a la Playa de los Peligros. El cuerpo de Natividad apareció en la acera, a unos tres metros del acceso a la escalera.
La entrada a la escalera (a la izquierda) junto a la que se encontró el cuerpo. Como puede verse, el tráfico a pleno día es incesante. De noche se reduce notablemente, pero no se detiene del todo. La idea de que el agresor (o agresores) de Natividad llegó en coche al lugar en el que fue agredida tiene sentido. Este punto de la ruta, además, se encuentra especialmente aislado (véase el muro a la derecha).

Segunda línea de acción: el teléfono móvil. Igual había alguna infidelidad en ciernes, o bien Natividad había quedado en encontrarse con alguien en aquel lugar por cualquier motivo. Se estudiaron profusamente todas las llamadas salientes y entrantes de los seis meses previos al suceso, se triangularon los movimientos de la mujer en la noche de autos. Nada. Todo tan normal como quepa imaginar porque Natividad, y así eran las cosas, era una mujer con poco que esconder. Ni números desconocidos u ocultos, ni contactos dudosos, ni relaciones inusuales. Molestaba un poco que el caso fuera tan terriblemente simple y que, en efecto, como todo parecía indicar, algún desconocido la abordara durante su paseo nocturno simplemente porque sí, pero todo apuntaba en esa dirección. Sobre todo cuando, tras interrogar a todos los que pudieron mantener algún contacto con Natividad durante aquella tarde-noche de boda, no hubo manera de sacar nada en claro. La vida de la profesora estaba limpia como una patena.

Tercera línea: quizá se trataba de alguna clase de venganza retorcida. Quién sabe. Algún alumno suspenso que no había digerido bien el fracaso. Algún enemigo de la familia que había aprovechado la ocasión. Incluso, por qué no, dada la estrecha vinculación de los allegados de Natividad con el mundo del Derecho podría tratarse de un ajuste de cuentas urdido por algún enemigo del pasado… Pero tampoco salieron temas turbios a flote por este lado, y habría carecido de cualquier sentido que un viejo rival de la parentela de la mujer hubiera decidido volcar sus iras precisamente en ella. Es cierto que todo el mundo tiene alrededor a alguien que, por algún motivo, tal vez ridículo, le tiene manía, pero si lo había en relación a Natividad, o a su familia, lo cierto es que la policía no fue capaz de encontrarlo por parte alguna. Además, este planteamiento tampoco tenía mucho fuste por cuanto la mujer había decidido acudir a la boda en el último momento, casi de un día para otro, y era poca la gente que estaba al corriente de ello. Cualquier agresor que buscara una oportunidad propicia habría tenido que actuar con enorme precipitación y, literalmente, perseguirla de improviso hasta Santander. No, decididamente tampoco iban por aquí los tiros… Salvo para los eternos fantasiosos de las conspiraciones, que no tienen remedio.

Cuarta línea de trabajo: un viandante encontró una camisa ensangrentada depositada en una papelera en las cercanías de la escena del crimen, y la policía pensó que ya estaba. Que ese era el error del criminal que estaban esperando para cambiar las tornas. Se peinaron parques y jardines de toda la ciudad en busca de más pistas, e incluso se removió por completo la arena de la playa en busca de algún indicio perdido. Pero tampoco. Resultó que la sangre no era de Natividad, sino del propietario de la camisa que, tras una pelea a puñetazos con otro tipo, decidió despojarse de ella. Se comprobó esta historia punto por punto, y resultó que era cierta.

Quinta línea: podría ser que un vagabundo oculto por la maleza y pasado de rosca se topara con Natividad y empezara a molestarla. Ella habría respondido airadamente y la cosa habría terminado en altercado. Pero tampoco era plausible aunque se intentó tirar de esta teoría, más que nada, por no dejar el camino sin explorar. La policía santanderina investigó a todos los indigentes -no muchos- que pululaban por la ciudad sin éxito. Además, sucedía que las jugosas posesiones de la maestra habrían supuesto una tentación muy grande para alguien sin recursos como para abandonarlas sin más.

Sexta línea: tres años antes, en Madrid, en lo que luego sería difundido por los medios de comunicación hasta la saciedad -y con no poca mala baba, por cierto- bajo el sobrenombre de Crimen del Rol, dos jóvenes asaltaron azarosamente a un hombre en la marquesina de una parada de autobús y lo apuñalaron hasta la muerte. Porque sí. Simplemente porque esa víctima les pareció bien para cumplir con los objetivos del guion perverso y disparatado que había urdido uno de ellos. De modo que, visto lo absurdo que se tornaba todo, la policía decidió probar también desde este ángulo en el caso de Natividad pensando en el tópico manido -y que solo se creen los periodistas vagos y los guionistas malos- de un crimen «de imitación». Sin éxito. Era una tesis tan rocambolesca, de puro folletín, que no se pudo sostener.

La autopsia, por lo demás, lo empeoraría todo: no es solo que se confirmara la falta de agresión sexual y que no se encontraran otras evidencias sobre el cuerpo de Natividad más allá de las puñaladas que la mataron, es que encima los resultados parecían indicar que los asaltantes pudieron ser dos, y no uno solo como se había creído en un primer momento. Había sido agredida con dos armas diferentes: 34 de las puñaladas le fueron ocasionadas con una navaja corta, pero la herida número 35 (según se construyó la cuenta), en la cara interior de uno de sus muslos, le fue infringida con un estilete de doble filo. Y esto superaba toda lógica. Que una sola persona apuñale a otra reiteradamente con un arma y, finalmente, cambie a otra para asestar un solo golpe es tan raro, salvo que se trate de alguna clase de ritualización premeditada o que ocurra una improbable rotura accidental del arma, que no ha lugar. Más lejos: ritual o no -nada es descartable en principio-, que quien se deja arrastrar por sus impulsos hasta asestar a otro ser humano nada menos que 34 puñaladas, se tome la molestia de realizar tal cambio para conformarse con propinar tan solo una más es de todo punto absurdo en términos psicológicos. O que propine una primera puñada con un estilete y luego cambie de idea y opte por una navaja pequeña y, a todas luces, menos eficaz. Todo hace pensar, pues, que debía haber alguien más: un agresor activo, impulsivo y muy encolerizado, y otro de talante pasivo, controlado y observador. Y hay más datos a reseñar, pues Natividad mostraba cortes defensivos en manos y brazos que indicaban que debió resistirse con gran vigor mientras tuvo fuerzas. Quedó arrodillada simplemente porque así fue que la vida se le escapó del cuerpo. Los agresores, cumplida la obra, optaron por dejarla de tal guisa.

Caso abierto

Al igual que sucede en los casos de desaparición, nunca se deja de investigar un caso abierto como este. El problema es que a medida que las cosas se enfrían, todo se torna más difícil y, a falta de nuevos indicios, ni hay diligencias que incoar, ni caminos a seguir. Lo cierto es que la Policía Judicial sigue en la brecha obsesivamente y defiende la teoría de que los agresores de la mujer pudieron llegar al lugar del asesinato en un coche en el que luego se habrían largado… Pudieron verla paseando sola y decidir que aquella mujer bien vestida y atractiva era una presa fácil para alguna proposición desagradable a la que ella se negó, lo cual habría desencadenado el desastre. Por lo demás, esto explicaría la falta total de evidencias en la escena del crimen. Teniendo en cuenta que las estadísticas señalan que en la inmensa mayoría de los crímenes violentos que se cometen durante la madrugada hay alcohol y/o drogas de por medio, se antoja como una idea coherente que, además, explicaría la enorme brutalidad de la agresión. Lo malo es que nadie vio nada (o no recuerda haberlo visto, que es cosa bien diferente), y tampoco hay indicios colaterales que puedan sostener esta hipótesis.

Es conocido que a lo largo de los últimos quince años ha habido alguna que otra falsa alarma en relación al caso. El típico borracho que “se sincera” con la parroquia en un bar santanderino y cuenta, entre vapores etílicos, que él mató a la profesora… El agresor de género que grita a su atemorizada víctima que le va a hacer lo mismo que le hizo en su día a aquella profesora de la playa… Pero son bravatas absurdas que, cuando se comprueban, jamás llegan a cosa alguna. Pistas falsas que se siguen de manera compulsiva en busca de una resolución que haga justicia, por fin, a la pobre Natividad.

Una víctima del más puro, triste y doloroso azar.

Top Secret

Frente a la idea extendida, un secreto no es simplemente algo “oscuro”, o que “no se debe desvelar”, sino más bien una información que alguien tiene y trata preservar de terceros, en la medida que su conocimiento podría implicar alguna clase de riesgo. En tal sentido, se puede decir que todos tenemos secretos de algún tipo.

Los secretos, por otro lado, no son unitarios sino que a veces tienen una composición fragmentada por cuanto se necesita que dos o más personas los compartan para que sean eficientes (lo que se conocer como Two-Men-Rule). Piénsese, por ejemplo, en la activación de un misil estratégico, o en un secreto divido en varias partes, cada una de ellas con distintos depositarios, de manera que ninguno de sus depositarios conoce el todo. Por supuesto, el problema inherente a un secreto fragmentado es que la desaparición de uno de sus depositarios puede suponer un completo desastre. Para eludir tal contingencia, el israelí Adi Shamir (n. 1952) generó el algoritmo conocido como Shamir Secret Sharing (n, k) o Esquema de Shamir. Sea como fuere, lo relevante es dejar constancia de que, si cada secreto es necesariamente diferente, entonces se trata de una entidad que tiene vida propia y que ha de ser gestionada (o procedimentada) de un modo específico, luego:

  • Hay que dar a cada secreto el tratamiento que requiere.
  • Hay que darle el carácter de entidad.
  • Hay que saber cómo gestionarlos.
  • Hay que permitir que evolucionen.

Tipología de secretos

Los secretos, pues, pueden ser clasificados en función de sus atributos peculiares (duración, entidad, valor, individual, valor colectivo…). Así por ejemplo, la contraseña de un correo electrónico es individual y dura para siempre porque no se puede tener correo sin contraseña, pero a su vez tiene un valor cambiante en la medida que la vamos modificando a lo largo del tiempo.

Lo cierto es que, aunque resulte irónico, la mayor parte de los secretos han nacido para ser compartidos, pues es preciso que diversas personas tengan acceso a ellos para que cumplan su función (pensemos en el funcionamiento de los procedimientos internos de una empresa o en las fórmulas de un proyecto farmacéutico). Es más, muchos secretos deben tener necesariamente un respaldo en copias para ser realmente seguros y eficaces, pues sin ellas puede tornarse completamente disfuncional y convertirse en un obstáculo para quien lo ha generado. Así por ejemplo, la configuración de la llave de un domicilio es secreta, pero se deben tener copias de la misma por si alguna de las personas que habita en él la pierde en un momento dado. Tales copias de respaldo, como es lógico, también han de ser controladas adecuadamente. Otro caso: no es posible que una sola persona sepa qué contienen determinados informes importantes, y que solo exista la copia de los mismos que ella posee, pues la falta coyuntural de esta persona, por los motivos que fuere, haría que esa información trascendental se perdiera, o bien estuviera fuera de control.

Otra cuestión importante a dilucidar es el conocimiento acerca del lugar preciso en el que ese secreto juega un papel, y cómo debe ser utilizado en dicho contexto. No es lo mismo el código secreto de una caja de caudales personal, que el de la caja fuerte de la sucursal de una entidad bancaria: el tipo de secreto es posiblemente el mismo, pero ni funciona igual, ni puede ser tratado del mismo modo. Vemos, así, que un mismo secreto puede tener clasificaciones y/o sentidos diferentes para dos o más personas. Es más: una persona no autorizada puede acceder a una información extremadamente secreta por relevante para la seguridad de una nación, pero si no entiende qué es lo que está viendo, o no sabe en qué contexto ha de interpretarla, no será consciente de su magnitud lo cual, paradójicamente, la hará ciega al secreto. De hecho, podría no comprender que está accediendo a un secreto trascendental y por qué lo es.

El secreto, por tanto, es un ser vivo que nace, se protege, se utiliza, se comparte, se compromete y tal vez pueda morir. Es más, muchos secretos deben morir y tienen fecha de caducidad. Así por ejemplo, carece de sentido que se conserven claves de tarjetas bancarias que ya no se tienen (o incluso de tarjetas caducadas), localizadores de billetes de avión o de tren que ya se han utilizado… No en vano, tener por ahí circulando secretos efímeros que ya no deberían estar activos por inútiles, y que, incluso podrían convertirse un problema de caer en manos inadecuadas, es un error. Así, si hemos contratado una empresa para que nos haga una auditoria, toda vez que ésta se ha realizado, deben destruirse concienzudamente las claves, accesos, permisos y demás que se le han concedido para efectuar el trabajo. En otro caso, podríamos estar dejando innecesariamente una puerta de atrás abierta en la empresa. Tales accesos ya no sirven a utilidad alguna, pero pueden convertirse en agujeros por los que el auditor (o un empleado malintencionado) podrían colarse.

Secretos comprometidos

El grado de peligro que tenga el hecho de que un secreto se vea comprometido, va a determinar el grado de protección que se aplicará sobre el mismo. Hay secretos irrelevantes cuya protección será baja o nula, pero habrá otros cuyo descubrimiento pueda provocar grandes problemas a quienes los atesoran, o desencadenar terribles consecuencias, y que se deberán proteger a todo trance.

El problema, por lo general, reside en cómo determinar cuánto de importante es un secreto y por consiguiente cuánto esfuerzo se debe destinar a protegerlo. Hay personas confundidas que, de suerte paranoica, ocultan sus números de teléfono, emails o direcciones postales con extremo rigor, como si de esos datos, relativamente fáciles de localizar trasteando por Internet durante diez minutos, dependieran sus propias vidas. Y sin embargo, y paradójicamente, publican su vida privada en redes sociales sin pudor alguno. Es decir, muestran lo que debieran ocultar (por la gran cantidad de información personal que proporciona, y que sí puede llegar a provocar un terrible dolor de cabeza en malas manos) y esconden datos de mero contacto que debieran ser accesibles de forma controlada.

Lo trascendental, de hecho, es que si consideramos que un secreto debe ser compartido, hay que arbitrar medios adecuados tales que su compartición no lo ponga en compromiso, o bien lo altere. Tal sistema de protección del secreto compartido debe ser, por lo demás, sencillo y fácil de mantener (un secreto que cuesta mucho guardar y controlar, al final se convierte siempre en un problema). En general, la piedra filosofal del asunto no es esconder bajo siete llaves lo que consideramos “secreto”, sino saber siempre y en todo caso quién tiene acceso al secreto y cómo lo ha obtenido, así como controlar el cauce de comunicación por el que el secreto se comparte. Ello nos ayudará a comprender quién tiene acceso y quién debe dejar de tenerlo, así como a gestionar los cauces por los que discurre la información. Téngase en cuenta que cuando un secreto que es importante para nosotros, o para nuestra actividad, se ve comprometido, solemos ser los últimos en enterarnos. Ello nos conduce a plantearnos una serie de cuestiones que nos ayudarán a minimizar el grado de compromiso de los secretos:

  • Identificar el tipo de compromiso. Filtración voluntaria o involuntaria, modificaciones y/o accesos no autorizados, no saber dónde se encuentra porque lo hemos perdido…
  • Generar mecanismos para la detección del compromiso. Se debe poder auditar el secreto de suerte que nos ayude a comprender cómo se ha visto comprometido, o cómo podría verse comprometido en el futuro.
  • Plantearse las implicaciones directas que tal compromiso puede o podría tener. Igual tampoco es tan grave que algo se difunda.
  • Calcular los posibles daños colaterales devenidos del compromiso del secreto.
  • Si el secreto se ha visto comprometido hay dos preguntas elementales que hacerse: ¿Es posible atajar el problema? ¿Se puede revertir?

No menos importante que el compromiso que pueda afectar a un secreto, es determinar qué personas tienen o podrían tener acceso al secreto en un momento dado. ¿Es necesario que lo sepa mucha gente? ¿Todos los individuos que comparten un secreto colaborarán activamente en su preservación? ¿Todo el mundo tiene que tener acceso a toda la información disponible? ¿Qué cosa, o cosas, debe saber cada individuo? A este respecto, pensemos en el servicio de inteligencia de la Nación X: ninguno de los agentes de campo introducidos en un teatro de operaciones debería conocer la identidad y la misión específica del resto, pues ello los comprometería de manera potencial a todos en caso de que fuera capturado por el enemigo. Por consiguiente, una medida de seguridad óptima será la de compartimentar la información: se debe proporcionar al agente únicamente aquellos datos que debe conocer, en relación a los demás agentes desplegados en el lugar y sus actividades, para el cumplimiento de su propia misión.

Compartir secretos

En los tiempos presentes se comparte información por infinidad de vías. Desde el típico post-it que pegamos en la puerta de la nevera, a plataformas virtuales que comparten multitud de datos. Y cometeríamos un error si pensáramos que unas son potencialmente más peligrosas que otras, puesto que todo canal informativo puede suponer un peligro potencial si no se controla adecuadamente… Ese post-it, aparentemente inocente, puede contener información extremadamente sensible como, por ejemplo, la clave de acceso a un ordenador autorizado para consultas de alto nivel que su depositario es incapaz de recordar. A todos los efectos, puede decirse que un medio de compartición de información como WeTransfer, universalmente utilizado, puede ser tan peligroso como una red social cualquiera, un mensaje de WhatsApp, un servicio de nube tipo DropBox, o un sencillo cuaderno de anillas repleto de información sensible abandonado sobre una mesa.

La cuestión, en suma, y contrariamente a lo que se suele pensar, no es el medio que se utiliza para compartir información, sino determinar cómo compartir la información de manera segura. Esto nos lleva al problema de la detección de los puntos débiles en el intercambio de secretos cosa que, lamentablemente, es muy habitual en la situación actual, en la que todo el mundo, a todos los niveles, comparte información extremadamente sensible por cauces inseguros (o que cree seguros sin serlo).

Hay que recordar en este punto que no hablamos tan solo de una cuestión tecnológica: Hay compañías multimillonarias que arbitran sistemas de protección de datos costosísimos pero que terminan resultando inoperantes en la medida que sus trabajadores acaban compartiendo información por medios convencionales para no complicarse la vida (eligen “fiarse”, y ello afecta ocasionalmente, incluso, a los técnicos más avezados). Es un hecho, sin ir más lejos, que las restricciones a la movilidad devenidas de la pandemia del Covid-19 han impuesto en muchas empresas el teletrabajo. Así, la inmensa mayoría de los empleados ha tenido que empezar a trabajar desde casa, con su ordenador personal, lo que simplemente ha roto por completo la seguridad de las comunicaciones que se sostenía de manera natural en la intranet de la empresa, con todos los riesgos que ello implica.

Es decir, el factor humano, tiene un gran peso específico en lo relacionado con la salvaguarda de secretos, y esto no lo resuelve ni el sistema de seguridad más complejo. Pongamos un ejemplo: si la compañía A crea un procedimiento de protección de secretos tan complejo y minucioso que su uso sea una completa lata para el empleado, éste, a fin de facilitarse la vida y poder sacar el trabajo adelante con mayor comodidad, terminará por utilizarlo indebidamente o, simplemente, recurrirá a otras vías. Con ello, los esfuerzos de tal compañía quedarán desbaratados. Es decir, un método difícil que entorpezca las rutinas del empleado tiene más probabilidad de tornarse disfuncional que otro más sencillo. Otras veces ocurre que, simplemente, el sistema que creemos perfecto no lo es. Un ejemplo actual: Apple y Google ofrecen un servicio de correo que podemos proteger con sistemas como GnuPG. Hasta ahí bien. Pero si queremos compartir archivos de más de 20Mb, Apple nos pedirá que utilicemos Live Mail Drop. Al aceptar la petición, toda la seguridad que hemos implementado en nuestro correo electrónico simplemente desaparece y los datos que compartimos salen a la red al descubierto, a menos que compartamos la URL del Mail Drop también con GnuPG, lo cual es más trabajo o bien simplemente se ignora. Gmail, por su parte, no permite compartir ficheros *.zip con archivos adjuntos protegidos mediante contraseña. Y estos son solo dos de los muchos casos posibles.

Los servicios de cifrado que se implementan en diversas plataformas, por otra parte, tampoco garantizan nada: ¿Quién tiene esas claves de cifrado que yo no controlo? ¿Cómo verifico las claves en los procesos de cifrado “de extremo a extremo” (posiblemente lo más seguro) sin quedar expuesto a una intrusión de tipo man in the middle? En suma, que un servicio nos diga que “es cifrado” no sirve de nada si no se garantiza la inviolabilidad del proceso, y para ello nos debe quedar perfectamente claro cómo se generan las claves, cómo se cifran y dónde se almacenan (por ejemplo, si las claves se almacenan en el propio servidor del servicio, es muy posible que quedemos expuestos con gran facilidad ante cualquier ataque que sufra dicho servicio). En definitiva, más que empeñarse en mantener secretos a todo trance, hay que ser conscientes de qué protege nuestros secretos, cosa que no siempre ocurre.

Un error muy común en todas las empresas es compartir información sensible por e-mail (que no es en absoluto seguro). Tales correos entran en el sistema, en claro, se envían y se reenvían cientos de veces, entran en juego otros usuarios, se difunden masivamente por CC, y finalmente se pierde el control sobre tal información pues ya es imposible conocer quién ha tenido acceso a ella y con qué fines la ha utilizado. Otras veces, las empresas no anulan las claves viejas de antiguos empleados, no rompen los accesos puntuales de servicios que han contratado, dejan “vivos” los accesos obsoletos en el servidor… El hecho es que la difusión de un secreto aparentemente inocente (un punto débil) puede generar una reacción en cadena verdaderamente terrible y de consecuencias imprevisibles. Y en general no somos conscientes de ello. Así por ejemplo, es indiferente que las contraseñas que empleemos para proteger nuestros accesos sean muy robustas por cuanto es el servicio web que contratamos, o empleamos, no nosotros, el que podría comprometerla con una mala monitorización de su seguridad.

No tiene sentido, por otra parte, confiar en el depositario externo de un secreto, pues son el “Gran Hermano”. Todas las sugerencias e ideas que nos llegan por Google y etcétera, en realidad, no son más que espionaje y uso abusivo de secretos que muchas veces ni sabemos que estamos compartiendo al ir implícitos en la configuración de los dispositivos, los contratos de uso de los servicios a los que accedemos, los permisos que proporcionamos, las extensiones que instalamos en el navegador, y etcétera. Y, por si fuera poco, las políticas de privacidad suelen ser (a propósito, por supuesto) de una lectura absolutamente farragosa e infumable a fin de que prácticamente nadie se moleste en leerlas con detenimiento. Los navegadores web, de hecho, y de manera automática, guardan todo lo que introducimos en los campos de los formularios a menos que les indiquemos lo contrario… Pero sus configuraciones son, a veces, tan complejas para el usuario no experto que se convierte en una completa pesadilla desactivar este tipo de opciones. De tal modo, almacenan usuarios y contraseñas, números de tarjetas de crédito y otro sinfín de información relevante, sin nuestro permiso, dejándonos expuestos inadvertidamente a cualquier ataque. De este modo tan aparentemente ingenuo e inocente es como nuestros secretos (del tipo que fueren) empiezan a circular por ahí.

¿Y te preocupa responder a una encuesta en la calle por “lo que harán” con tus datos?

El crimen de la Coca-Cola

Cuando hablo de crímenes, y lo hago mucho como saben los asiduos de este blog, trato de no cometer el error generalizado de enjuiciar los hechos desde una óptica mundana. El crimen, insisto en ello por enésima vez, es un fenómeno complejo que a veces (pocas) tiene una explicación más o menos sencilla, de manual, y otras es un intríngulis que escapa a cualquier tipo de entendimiento más allá del que pueda existir en la propia mente del criminal. Porque del mismo modo que todo cuanto hacemos pretende tener un sentido (al menos para cada uno de nosotros), es bastante habitual que tal sentido resulte incomprensible para los demás y que, por lo general, a la hora de concretar las razones por las que alguien hace algo, ocurra que el sentido común sea el menos común de los sentidos. Es más, hemos de reconocer que a veces ni tan siquiera nosotros mismos sabemos bien por qué hacemos algunas de las cosas que hacemos. Simplemente las hacemos, y punto redondo.

La ciencia, por supuesto, no es una cuestión de “sentido común”. Si el sentido común bastara para explicar el mundo, entonces la ciencia no haría falta alguna. De hecho, tal sentido no explica casi nada en términos científicos y una de las cosas que primero han de aprenderse cuando nos adentramos en sus territorios es, precisamente, que esa lógica lineal inquebrantable que aplicamos a la vida diaria, a menudo, en ciencia, suele servir de bastante poco. De hecho, si algo caracteriza a buena parte de las explicaciones científicas es que son de todo punto “incomprensibles” al profano. Y, obviamente, al estudio del crimen le ocurre precisamente esto. Los motivos que movilizan las actitudes y conductas criminales en infinidad de ocasiones parecen incoherentes, absurdos, “fuera de madre”, y solo un estudio concienzudo del criminal y de sus actos puede ayudar a comprenderlos sin recurrir a estereotipos, tópicos, prejuicios y otras bobadas al uso.

Desconozco si la protagonista de la historia que me dispongo a relatar fue objeto de un estudio profundo por parte de especialistas, pues no tengo constancia. No en vano, se trata de un suceso bastante antiguo y, tan olvidado en los anales, que casi no existe información circulando por ahí más allá del relato de los fríos hechos que se puede encontrar en alguna crónica criminal. Pero sin duda se trata de una de esas historias en las que, a falta de detalles que permitan ahondar en el caso, crimen y absurdo se funden y confunden hasta inducirnos al encogimiento de hombros.

De armas tomar

Antonio Osuna, de 39 años, era un tipo normal. Convivía con su esposa, Salvadora (Dori) Yepes en el chalé familiar ubicado en la localidad cordobesa de Espejo. No era conocido que el matrimonio tuviera problemas reseñables, salvo por un detalle singular que no escapaba a nadie y que, en aquellos tiempos de acendradas costumbres patriarcales, resultaba harto destacable para el común del vecindario: quien llevaba los pantalones en aquella casa era ella. Antonio, por lo que parece, estaba completamente supeditado a los designios de Dori. Una mujer de carácter. Más lista que él, más guapa que él y, desde siempre, más dominante que él. También, según se decía, de un carácter complicado, difícil. De esas personas que uno nunca sabe por dónde le van a salir y con la que no era precisamente fácil tratar. De ello daba fe la atónita comunidad. Había incluso quien cuchicheaba por los rincones que a la Salvadora “le faltaba un tornillo desde siempre”, como si con eso ya quedara todo dicho.

Quizá por todo ello, irónicamente, a Antonio su mujer le gustaba un montón pese a las advertencias y consejos de sus amigos y familiares. La veía como el prototipo de todas aquellas cosas que admiraba precisamente porque a él le faltaban: belleza, fuerza, empuje, coraje. Y así las cosas, pese la complicada personalidad de Dori, el hombre estaba dispuesto a soportar las complejidades de la relación con tal de mantenerla funcionando. Los ratos malos entre ambos (porque la Dori era mucha Dori, y de cualquier tontería hacía motivo para la disputa) eran comunes, pero los buenos compensaban de largo, y al mal tiempo buena cara. Por otra parte, en una época en la que la idea del divorcio era quimérica y una posible separación matrimonial se vivía desde la óptica de la más profunda deshonra y el estigma social, las parejas, de no mediar un desastre inasumible, lo eran tal y como reza el ceremonial eclesiástico: en lo bueno y en lo malo y hasta el fin de los días.

Para que luego aparezcan vendiendo historietas los que cuestionan las bondades de un divorcio bien legislado y regido por los más estrictos criterios civilizatorios.

El botellazo

Junio de 1977.

Antonio, empleado municipal, ha terminado con sus obligaciones anticipadamente y llega a casa antes de la hora prevista, hecho que a Salvadora, frente a lo esperable en estos casos, no le hace gracia. Le fastidia que las rutinas se alteren, y el hecho de que el marido se presente en el chalé cuando no se le espera, la pone de morros. Pero no dice nada. Solo le pregunta qué quiere tomar y, claro, en esa canícula cordobesa, con los calores sacudiendo de lo lindo, a él, entretanto se sienta en la cocina, no se le ocurre pedir otra cosa que una Coca-Cola bien fresquita.

Va la Dori a la nevera y entonces (porque sí, y aquí empieza el absurdo), le estampa a Antonio la botella en la nuca, que entonces lo de las latas aún no se llevaba. En el juicio, ante la estupefacción del juez, la mujer reconoció que se le ocurrió hacerlo en aquel mismo momento, inopinadamente, que sin más lo pensó y lo hizo… ¿Por qué? Pues porque le había molestado que él llegara a casa antes de tiempo sin avisarla, y se había enfadado, y ya está. ¿Hace falta más? Y ese juez que repregunta porque cree no haber entendido. Y esa mujer que le contesta lo mismo que antes. Todo rarísimo. No solo porque en esta clase de situaciones hogareñas las víctimas suelan ser ellas, sino también porque cuando una mujer se lanza al crimen, de no mediar la autodefensa, no suele ser partidaria de estos extremos impulsivos y sanguinarios… Menos todavía en aquellos tiempos, más apegados a las costumbres de ayer que a las del hoy. No estamos en la sala de vistas, ni hay testimonios sobre lo que allá ocurrió tras la declaración extemporánea, pero cabe imaginar las miradas de incomprensión que todos los presentes debieron cruzar entre sí al escuchar la justificación de Dori.

Los productos que evolucionan con la sociedad | BELOW THE LINE, RETAIL |  Revista InformaBTL |

Pero es que lo incomprensible continua porque Salvadora, viendo a su marido sin conocimiento en el suelo, aún vivo, todavía a tiempo de dar marcha atrás y convertir todo aquello en un incidente, grave, pero resoluble, toma una segunda decisión todavía más ilógica que la precedente: sale de la casa, coge una hoz del cobertizo de las herramientas y, con una veintena de golpes (o eso dijo), lo decapita. La sangre de Antonio salpica y chorrea por todas partes, y la casa se está poniendo perdida, de modo que arrastra la cabeza y el cuerpo hasta la bañera y allí, juntos pero separados, los deja hasta el día siguiente para que se desangren como es debido. Un lavado de manos y de cara, un fregado a la hoz y al suelo, y a dormir.

Al día siguiente, bien temprano, Dori envuelve el cadáver de Antonio en una sábana y, arrastrándolo, se las ingenia para izarlo hasta el borde del brocal del pozo de la casa y lanzarlo al fondo. Luego friega la bañera y, muy puesta, urde una coartada de lo más extravagante: se presenta en el bar al que Antonio y ella solían ir y pregunta a los parroquianos si saben algo de su marido, porque no aparece y anda preocupada. Como es lógico, ninguno le da razón. Y entonces (absurdo sobre absurdo) ella, sin que nadie le pida explicación alguna, argumenta que igual se ha caído al pozo del chalet.

Y en el pozo lo encontraron los bomberos.

Detenida, porque nadie queda decapitado y desangrado por caerse a un pozo, y tampoco se entretiene en envolverse en su propio sudario antes de saltar, Salvadora fue detenida y juzgada en los términos arriba relatados. Nunca explicó, por más que se le preguntó, porqué había revelado la ubicación del cuerpo cuando nadie la había acusado del crimen, si es que lo que pretendía era quedar impune. Claro que igual eso era justamente lo que ella no pretendía…

Algún vecino siempre lo tuvo muy claro: “si es que la Dori estaba loca”. Pero convendrán ustedes conmigo en que eso no es explicación. Imagínense que un niño de cinco años les preguntara por qué el cielo es azul. Bien podrían encogerse de hombros y responder, sin más, que porque sí, porque las cosas son como son y no de otro modo cualquiera. Pero, me temo, ni es la respuesta que el niño esperaba al hacer la pregunta, ni le explica absolutamente nada. Que el cielo es azul porque es azul es cosa que él ya sabe.

Aficionados, tomen nota.

El fin de la inocencia

Norman Bates
Nada de lo que hace este tipo en la ficción tiene sentido alguno, pero es igualmente fascinante.

Norman Bates, observado en perspectiva, fue la semilla de un reposicionamiento cultural en lo tocante a las vicisitudes del criminal de ficción, pues Hitchcock, intencionadamente, consiguió que el asesino chalado de su película resultara atractivo, sugerente, sexualmente deseable e incluso digno de lástima. Poco importaba, al fin y al cabo se trataba de ficción, que el personaje encarnado de suerte inmortal por Anthony Perkins fuera tan contradictorio como metafísicamente imposible al contravenir en sus devenires y conductas los principios más elementales de la psicopatología.

En todo caso, y posiblemente en ello radique su éxito perenne, la imagen anti-heróica de Bates, solo igualada por el Drácula de Stoker, configuraba la imagen de ficción perfecta para un tiempo delirante: El mitificado esfuerzo bélico del Vietcong (transmitido en horario de máxima audiencia) puso en valor la resistencia numantina del supuestamente débil frente a la tiranía del poderoso y, haciendo tabla rasa de matices ideológicos o morales, concitó las simpatías de buena parte de la intelectualidad occidental. Las novelas policíacas y los cómics empezaron a insistir en la estética del anti-héroe al poner en valor el papel necesario –crucial- de los malvados, listos, retadores, que incluso eran capaces de vencer llegado el caso, a poco que “el bueno” se despistara. Desde la cruda realidad, Albert deSalvo, Jarabo o Ted Bundy pusieron de manifiesto que la maldad era capaz de esconderse bajo un rostro atractivo y seductor, lo cual contravenía las convicciones acerca de la maldad aparente sembrada por siglos de historietas pseudocientíficas acerca del aspecto de la gente… De todo ello, una extraña y densa amalgama de elementos sociales, antropológicos, ideológicos y económicos, tan contradictorios como esquizoides, habría de surgir un nuevo modelo de héroe inverso y paradójico, extraño, odiado, temido, respetado, admirado, e incluso amado, que comenzó a inundar todas las manifestaciones de la cultura popular de la década de 1970. El “bueno”, simplemente, tenía que estar a la altura del nuevo “malo” al punto de que ambos se harían intercambiables e indistinguibles. No es que estuviera bien o mal matar, robar o torturar. Lo crucial, ahora, serían los motivos por los que se hiciera.

Uno de los primeros y más convincentes malos “simpáticos” de la historia de la literatura es el célebre Parker, personaje ideado por el novelista estadounidense Donald E. Westlake, pues con él nació un paradigma que se tornaría en un verdadero modelo artístico. La primera novela de la saga protagonizada por este criminal harto peculiar –The Hunter o A quemarropa-, luego llevada al cine por John Boorman, apareció en 1962. Fue la primera de las otras veinticuatro. Parker es un delincuente irredento que no acepta más normas que las suyas propias, que sigue sus propios instintos, que no duda en utilizar la violencia si es necesario y que, no obstante, mantiene un curioso código de moralidad –trabajo bien hecho, pago al contado, no te vayas de la lengua, nunca traiciones a nadie- que está dispuesto a defender contra viento y marea. Incluso en solitario y frente a organizaciones criminales poderosísimas de todo pelaje y condición. Un tipo que, al fin, termina por resultar interesante y atractivo a un lector que acaba identificándose con esta singular filosofía del honor entre ladrones.

En efecto. Los nuevos malvados de la cultura popular van a ser, en buena medida, hombres y mujeres peculiarmente honorables, atractivos o lastimosos en alguna medida. Aventureros, castigadores, canallas, y con un punto de humor negro cuando no de crítica social, en ocasiones verborréica y sobreactuada, que los hará intelectualmente más profundos y sugerentes. Malos cada vez más lejanos a los del mundo real –donde tienden a ser vulgares, anodinos y desagradables- y precisamente por ello mucho más interesantes que el criminal cruelmente torpe que se relata en las crónicas de sucesos. De hecho, no será raro que muchos de estos criminales ficticios tengan alguna clase de buena razón para ser como son y para hacer lo que hacen, como tampoco que los buenos, readaptando el cliché, comiencen a utilizar estrategias brutales y harto maliciosas para lograr imponer sus parodias de justicia. De este modo, la cultura se irá deslizando desde el héroe bondadoso de décadas anteriores, ese que siempre intentaba salvar la vida al malo de la película en el último momento, tendiéndole la mano cuando colgaba al borde del abismo, al héroe justiciero y bravucón del presente que resulta indistinguible del malo al que, por supuesto, termina asesinando sin compasión y porque sí.

Esta transformación, quizá, resida en el hecho de que los acontecimientos que empiezan a desencadenarse media la década de 1950 y que estallan en la convulsa década de 1960 significaron un apresurado final de la inocencia. La constatación de que el paraíso de prosperidad imaginado por los más optimistas tras la catarsis de la Segunda Guerra Mundial no sólo no había terminado de llegar una vez atravesado el desierto de la Guerra Fría, sino también que ya no llegaría jamás. El mundo estaba tensionado, al borde del colapso sociocultural y en el filo del apocalipsis nuclear. Los crímenes contra la humanidad eran noticia diaria, el terrorismo internacional un azote incuestionable y las crisis políticas y económicas –ya fueran regionales, nacionales, mundiales- se sucedían a tanta velocidad que comenzaban a solaparse las unas con las otras. Y acelerando hasta el despropósito del presente que ya casi nadie sabe cómo comprender o explicar más allá de la palabrería.

El temor invadía las calles, las “buenas costumbres” eran cuestionadas públicamente, el racismo y la xenofobia suponían una evidencia incontestable como probaba el creciente movimiento por los derechos civiles y la causa abierta contra el Ku Klux Klan en Mississippi, episodios que prologaron el advenimiento de Malcolm X, los Panteras Negras, el “black power” y el asesinato de Martin Luther King. La desigualdad social y cultural era ya un hecho insoslayable que, desde una Europa que salía de un estado ruinoso y comenzaba a disfrutar las mieles de un transitorio bienestar (ya en extinción), se observaba con expectación, y que entre los países del Pacto de Varsovia se celebraba –e instigaba- con alborozo en tanto que una muestra más del colapso moral y material del capitalismo. El desaliento generalizado, lógicamente, alcanzó a las vanguardias literarias y artísticas. Germinó para adoptar la forma del “no hay futuro”, del no hay remedio factible, del no hay buenos ni malos sino tan solo circunstancias. Visionaria por su carácter anticipatorio de las miserias humanas que se avecinaban durante las décadas siguientes fueron las aportaciones literarias de autores como Faulkner, Tennessee Williams o Horton Foote.

La Jauría Humana
Esta película, de todo punto sensacional, es un libro abierto al final de la inocencia y transmite un mensaje harto premonitorio. El principio del fin de los buenos tiempos ya había comenzado.

Foote, concretamente, publicaría en 1952 The Chase, novela que posteriormente inspiraría a Arthur Penn para rodar y estrenar en 1966 una de las más críticas películas de su tiempo: La jauría humana, recordada, sobre todo, por la excepcional interpretación de Marlon Brando. La historia es un aldabonazo hacia el tedio de una sociedad ultraconservadora, aburrida, autocomplaciente, repleta de vergüenzas y tensiones bajo esa superficie aparentemente calma de convenciones sociales, falsa moralidad y vida acomodada. El fin del mito. La constatación de que esa cultura del supuesto bienestar que se limita a esconder la basura bajo la alfombra convencida de que lo que no se ve, no existe, ya no funciona ni puede funcionar. La porquería oculta se ha podrido y apesta.

A sangre fría

Esa es, precisamente, la gran lección que Truman Capote ofrecería al mundo de la cultura tras publicar A sangre fría en 1966: El terrible asesinato de la familia Clutter en la pequeña localidad de Holcomb, Kansas, en 1959, fue el acontecimiento escogido por Capote para trasladar al público la desesperación inherente a ese final de la inocencia al que aludíamos. Para certificar la defunción de un statu quo decadente e insostenible y para esto, por supuesto, Capote se sirvió de la desgracia de una familia modelo que ejemplificaba a la perfección el “deseable” modelo de vida que los triunfantes Estados Unidos –los auténticos ganadores de la mayor conflagración bélica de la historia- habían convertido en imagen internacional: un pastiche de aparente bienestar y prosperidad que todo el mundo Occidental envidiaba y pretendía emular a cualquier precio. Ese que anuncian los Trump del presente bajo la añorante y torpe consigna del “make America great again”.

A Sangre Fría
Irónicamente, la Editorial Anagrama decidió poner en la portada de su novela un fotograma de la película en lugar de una fotografía del auténtico Dick Hicock. Misterios editoriales.

Los Clutter, matrimonio con dos hijos adolescentes, eran el arquetipo de familia de clase media a la que todo norteamericano del común –tal vez todo europeo por inevitable simpatía propagandística- querría parecerse y que perfectamente podría haber ocupado el papel de modelo social en cualquier publicación de la época. Prósperos y respetados agricultores, gente religiosa y de orden. Personas trabajadoras, amables, sanas, sin vicios ni enemigos, si exceptuamos la codicia de quienes fueron sus asesinos, Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith. Dos convictos de medio pelo en libertad condicional que habían creído el embuste –difundido por un antiguo empleado maledicente de los Clutter- de que en la casa de los granjeros había una caja fuerte con al menos diez mil dólares de la época. No la hallaron al internarse en la morada de la familia en mitad de la noche, pues ni existía tal caja ni era el granjero Clutter un hombre al que gustara llevar dinero encima o acumular grades sumas en el hogar, pero de todas formas y por diferentes circunstancias terriblemente absurdas, terminaron asesinando a la familia mientras dormía.

Hickock y Perry, sin dinero alguno a excepción de los míseros cincuenta dólares que fueron capaces de encontrar tras peinar la casa, huyeron a México para regresar luego a los Estados Unidos, deambulando sin rumbo fijo hasta que fueron finalmente identificados como los asesinos y convenientemente detenidos. La peripecia judicial contra ellos, bastante mediática en la medida que el caso concitó un enorme interés, sería larga y tortuosa. En primera instancia serían condenados a la horca en 1960, pero se impugnó el veredicto, pues se habían violado los derechos de los acusados durante la instrucción del proceso. La causa se reabriría hasta que finalmente, en 1965, ambos fueron ejecutados. Allá estuvo Truman Capote, quien persiguió todos los detalles de la historia desde el momento en que los cuerpos de los Clutter estaban aún calientes y se desconocía la identidad de los autores de la masacre, hasta el momento en que fueron ahorcados[1].

A lo largo de seis largos años, Capote entrevistó a cientos de personas y recorrió personalmente todos los escenarios de la historia. Luego noveló todos los acontecimientos detalle por detalle. Un esfuerzo ciclópeo que le sumiría en una larga depresión que le ataría de por vida a las drogas y el alcohol, pero tras el que logró publicar una de las más descarnadas y terribles novelas de todos los tiempos: una verdadera (“true-novel”) en la que demostraba que cualquiera, con total independencia de sus actos, deseos, virtudes y defectos, puede ser víctima o victimario en una sociedad en la que las personas no son nunca dueñas de sus propios destinos y se mueven constantemente impulsadas, motivadas, determinadas, por fuerzas que ni conocen ni controlan. Un mundo en el que nadie es enteramente culpable o inocente en la misma medida que todos, de un modo u otro, terminamos siendo presa de las circunstancias. Una realidad en la que nadie está a salvo y en la que, por cierto, carecería de sentido establecer divisiones ético-morales tajantes y doctrinarias[2].

Truman Capote
El Truman Capote de los últimos años. Entre la admiración y el escándalo, justo donde él siempre quiso estar.

Truman Capote, a la par que aclamado por crítica y público por su honesto esfuerzo tanto como por la calidad incuestionable del trabajo, recibiría como era de esperar grandes varapalos desde los colectivos más conservadores, así como por parte de algunas autoridades policiales y judiciales, ya fuera por el determinismo y el talante de denuncia sociopolítica que rezumaba su novela, ya por el hecho de que, en algunos momentos, pareciera esforzarse por poner al lector de parte de los asesinos, lo cual es en todo caso opinable.

Tampoco ayudó en exceso la controvertida condición sexual de Capote a que se comprendiera el mensaje que trataba de transmitir en su obra. Bill Bass, fundador de la famosa “Granja de Cadáveres” de la Universidad de Tennessee, relata que uno de sus amigos personales, el director adjunto del Kansas Bureau of Investigation (KBU) y uno de los principales investigadores del caso Clutter, Harold Nye, nunca tuvo una buena opinión del escritor pues pensaba que se había tomado demasiadas “licencias” a la hora de contar la historia. Más aún:

“Cuando Harold fue a la habitación del hotel de Capote para una entrevista, el escritor lo recibió con una negligé de encaje. El mojigato de Harold debió de quedarse de una pieza, pero se lo calló durante años, hasta que se lo contó al escritor George Plimpton, cuando éste escribía una biografía de Capote”[3].

En cualquier caso, se estuviera de acuerdo con Capote y sus antecesores o no, una cosa era cierta: la inocencia había terminado, y los héroes del pasado, inútiles en el nuevo mundo, ya solo podían ser historia. Bien lo aprendieron Harry el Sucio y todos cuantos le siguieron.

«Pim-pam-pum».


[1] La excelente película biográfica Truman Capote (Bennett Miller, 2005), basada de manera fundamental en el libro escrito por Gerald Clarke, narra de manera pormenorizada la peripecia vital del autor entretanto perseguía los detalles de la historia a lo largo del tiempo.

[2] Por supuesto, la novela de Capote llegó al cine en una excelente versión homónima de 1967, dirigida por Richard Brooks, quien consiguió imprimir a la narración un muy apropiado aire de docudrama. La cinta recibió una gran acogida de crítica y público y se encuentra entre los grandes clásicos del cine de la década de 1960.

[3] Bass, B. y Jefferson, J. (2004). La Granja de Cadáveres. Barcelona: Alba Editorial, p.66.