La mecánica de la persuasión

Cerebro Publicitario

Una buena forma de delimitar el tema de la persuasión en los medios de comunicación de masas pasa por establecer los márgenes de lo que puede -o no- ser entendido y tratado como “manipulación” y/o “control” que, en gran medida, acotarían los ámbitos de lo que podría considerar “propaganda” frente a lo que no sería otra que “publicidad”. No obstante, caracterizar los conceptos de publicidad y propaganda -como sucede con la mayor parte de los conceptos relativos a los diversos aspectos de la comunicación- tampoco es tarea fácil. Sobre todo porque habitualmente suelen fundirse y confundirse tanto en la teoría como en la práctica. En todo caso podría servirnos para introducirnos cualquier definición coherente de lo que entendemos por publicidad:

“[La publicidad es] una actividad comunicativa mediadora entre el mundo material de la producción y el universo simbolizado del consumo, que permite que los anunciantes, merced al desarrollo de un lenguaje específico, creen demanda para sus productos, pudiendo no sólo controlar los mercados, sino incluso prescindir de ellos” [1].

Debe insistirse en la idea de que la publicidad no tiene tan sólo una dimensión comercial, sino que también es una comunicación pagada, intencional e interesada, imprescindible al sistema de producción vigente dado que en él los productores y los consumidores se encuentran desvinculados[2]. Así, la publicidad obraría como elemento mediador entre ambos de suerte que el consumidor conoce mediante la publicidad la gama de elementos de consumo que la sociedad le ofrece. De tal modo aquella publicidad que en sus orígenes tenía una mera finalidad informativa es ahora, a causa del crecimiento incesante de la oferta y la subsiguiente competencia, un elemento persuasivo que incita al consumidor potencial a la búsqueda de un producto u otro de entre todos aquellos que se le ofrecen. No puede olvidarse que la estimulación del elemento consumista entre el público es, al menos en parte, lo que permite que el sistema de producción perdure o, por mejor decir, que se mantengan las estructuras económicas vigentes.

Frente a la imagen vulgar –y excesivamente benévola- de la propaganda como forma de publicidad, debe plantearse la idea de que la publicidad es ante todo un proceso transaccional económico-comercial entretanto la propaganda opera como forma de difusión persuasiva de diferentes motivos ideológicos. Pretensión, por lo demás, ligada a los propios orígenes terminológicos del concepto puesto que la voz “propaganda” aparece en relación a la locución latina Propaganda Fide, nombre que adoptó la congregación vaticana destinada a la difusión de la fe católica[3]. De tal manera, se llama conoce como propaganda a la acción de divulgar doctrinas e ideologías con la finalidad intrínseca de ganar adeptos a las mismas. Y si en su génesis esta difusión se refería a idearios religiosos, el devenir de los tiempos ha extendido la propaganda a infinidad de manifestaciones de la vida, de las cuales la más conocida –pero en absoluto única- sería la política. Sucede además que en el devenir histórico la polisemia ha empantanado con matices el concepto, de suerte que también han pasado a ser consideradas “propaganda” la propia organización que pretende difundir un ideario concreto, la doctrina difundida, las técnicas que se emplean para tal fin, e incluso los medios materiales con los que esta difusión es llevada a cabo[4].

Tanto en el diseño de las estrategias publicitarias como de las campañas propagandísticas -a pequeña o gran escala-, el emisor siempre es capaz de persuadir en alguna medida acerca de la bondad de aquello que ofrece por la razón elemental de que posee un pleno control sobre el mensaje, el medio de transmisión y las condiciones en que será recibido por el receptor potencial. Del lado del receptor, pues, quedaría tan sólo la voluntad de dejarse -o no- persuadir por el discurso que se le transmite. Esto es así porque tanto publicidad como propaganda cuentan, más allá de la mera manipulación del mensaje, con elementos añadidos de persuasión que generan en los sujetos diana –o target– una voluntad de cambio y un impulso hacia la acción. Estos elementos generalmente apelan a criterios puramente psicológicos y permanecen ocultos al propio mensaje.

Propaganda Fide Roma (Fuente La Stampa)
Sede de la antigua «Propaganda Fide» en Roma (Fuente: La Stampa).

Fabricando ideologías

La intención del propagandista es la de promover unos intereses propios de suerte que las preferencias del receptor pasen a un segundo plano, o bien, puedan obviarse. Los contenidos del mensaje que se construye, pues, están supeditados por entero a esta finalidad y su eficacia será valorada, únicamente, en función del fin para el que ha sido elaborado. Ahora bien, la historia de la propaganda muestra que es mucho más efectiva cuando las verdaderas intenciones del emisor, e incluso su propia identidad, permanecen en el anonimato. De esta manera el mensaje se transforma en una o varias ideas en absoluto ingenuas que “se dicen”, “se creen” o “se comentan” por todo el mundo a la vez, pero por nadie en particular, dejando así su poso tanto en la mentalidad colectiva como en la individual.

Esto es así porque la respuesta habitual de las personas ante la persuasión es en primer lugar defensiva: si alguien sospecha que el mensaje que se le transmite es propagandístico -luego de intención manipulatoria- no tardará en preguntarse por el sesgo del emisor y sus posibles intereses[5]. Así pues, el primer y más importante reto del propagandista dentro de la sociedad de la información del presente en las que la opinión, la cultura, y la educación son de dominio público y accesibles a la par que transmisibles a todos, es el de no parecerlo. Las premisas, los mensajes, las autorías, deben ser debidamente disfrazadas al ojo crítico del receptor. Ello nos permite comprender, precisamente, el fenómeno cada vez más extendido de las fake-news o noticias falsas: camuflar como información fidedigna lo que en realidad no es otra cosa que un discurso ideológico-persuasivo, en la esperanza de que el usuario acepte la pretendida noticia como auténtica y eluda su posterior contrastación.

Los recursos del emisor de propaganda para camuflar el discurso o alejarse del mismo son, en muchos casos, tan viejos como la propia humanidad y se relacionan estrechamente con la simulación y/o la disimulación, así como con la activación de los resortes emocionales más básicos: la charlatanería de hacer creer que no se gana nada con lo que se dice; ofrecer una imagen equívoca o tergiversada de uno mismo alegando debilidad, falta de poder, ingenuidad o ineficacia; lanzar el mensaje de manera espontánea, como por casualidad, de manera que no parezca elaborado previamente; apelar a la movilización de las emociones más básicas –ira, temor, tristeza, alegría- o, sencillamente, idear consignas pegadizas que resulten fácilmente aprehensibles y repetibles por la audiencia[6]. No basta, por consiguiente, con poner el mensaje en manos de un buen orador o con argumentar retóricamente que se dice la verdad. En el fondo el asunto es más sibilino ya que se trata de encontrar la manera de expresar lo que se desea haciendo al receptor partícipe de ello, motivándole a creer que eso y no otra cosa es lo que realmente quiere escuchar, saber o hacer. Se trata, pues, no de una cuestión retórica –confusión muy común- sino de una cuestión erística[7].

El éxito de las armas psicológicas de la propaganda se consolida en el miedo de las personas a ser excluidas u obviadas por el colectivo. El sujeto individual experimenta una intensa fobia a “ser diferente” o “entrar en conflicto consigo mismo” y, en consecuencia, a tener que pensar y obrar libremente, tal y como mostraron muchos de los célebres experimentos de Leon Festinger en torno a la disonancia cognitiva[8], las propuestas de Erving Goffman en relación al estigma[9], o las propuestas de Aaron Beck en relación a las distorsiones cognitivas[10].

De hecho, el propio cuerpo social observa a las personas que no asumen con facilidad el ideario colectivo –o estandarizado, lo que es “normal” creer o pensar- como tipos excéntricos, raros e incluso potencialmente peligrosos[11]. Una tesis, por lo demás, ya clásica en el estudio psicosociológico –y antropológico- de la cultura occidental y que se ha fundamentado y sistematizado con gran finura en la literatura y el pensamiento contemporáneos. El problema es que, por norma, una vez enfrentadas a la expectativa de esta soledad existencial que suponen el pensamiento crítico, la libertad de acción y la autonomía personal, la mayor parte de las personas en conflicto tienden a optar “desde dentro”, como si se tratara de sus propios y razonados puntos de vista, por cualquiera del repertorio de soluciones cómodas, políticamente correctas y automatizadas que la sociedad les ofrece. Se establece de tal modo un círculo vicioso, pues se obliga a los individuos a un constante reajuste interno en la medida que “desde fuera”, se los somete sin descanso a cientos de mensajes contradictorios, equívocos o simplemente incontrastables que terminan limitando su capacidad de acción y decisión eficientes: no hay elementos de juicio nítidos por lo que un pensamiento crítico, sólido y racional se torna virtualmente imposible. A esto precisamente se referían autores con Jean-François Revel cuando argumentaban que,

“se sabe qué lugar ocupan en nuestra actividad psíquica las delicadas asociaciones de falsedad y sinceridad; la necesidad de creer, más fuerte que el deseo de saber; la mala fe, por la cual tomamos la precaución de disimularnos la verdad a nosotros mismos para estar más seguros de nuestra firmeza cuando la neguemos delante del prójimo; la repugnancia a reconocer un error, salvo si podemos imputarlo a nuestras cualidades; finalmente –y sobre todo- nuestra facilidad para implantar en nuestro espíritu esas explicaciones sistemáticas de lo real que se llaman ideologías, especie de máquinas para escoger los hechos favorables a nuestras convicciones y rechazar los otros […] Recordemos que todas las maniobras y contorsiones mentales y morales que hemos evocado tienen una finalidad común: dispensarnos de utilizar la información y, sobre todo, impedir dejarla utilizar, es decir, dejarla circular. Es bien evidente que a tal efecto la mentira simple constituye el medio más económico”[12].

Vendiendo humo

Nos surge, pues, una pregunta: ¿hemos de conceder a la publicidad más pureza moral o mayor integridad ética que a la propaganda? En primer lugar, existe una distinción que nos servirá para deshacer ese primer engaño de la publicidad que al mismo tiempo es una de sus mejores armas y la primera falacia psicológica con que se nos aproxima: el “emisor real” de la publicidad -la empresa que anuncia el producto- suele esconderse bajo la máscara de un “emisor aparente” -la persona, animal o cosa que se nos presenta en el anuncio-. El juego de identificaciones entre ambos es tan intenso que en ocasiones perdemos de vista quién o quiénes están tras el producto que se nos publicita ya que el emisor aparente siempre, y en todo caso, se apropia de las posibles virtudes o de los futuribles defectos de aquello que se nos está vendiendo. Así, cuando el famoso de turno nos sugiere la compra de un perfume es su imagen la que está en juego y no la de los productores reales de la fragancia, cuyo nombre queda a salvo de toda crítica adversa. Y cuando compramos tal perfume creemos –en el colmo del absurdo- que debe ser el utiliza ese actor o deportista que nos lo anunció.

El emisor real, o anunciante, es siempre una entidad pública o privada que pone en la calle cualquier suerte de objeto –ya sea material o intelectual- y desea promocionarlo entre el público a fin de obtener los beneficios que considere óptimos en cada caso. De este modo, y contrariamente a ciertas pretensiones intelectualistas o pseudo-artísticas, la publicidad no es más que un artefacto operativo, es decir, un medio destinado a la consecución de un fin al que siempre debe supeditarse. Entre otras cosas, porque nadie contrataría los servicios de una agencia publicitaria que no pusiera todo su empeño en vender el producto que el contratista pone en sus manos y se limitara a, sencillamente, “construir anuncios” de acuerdo a una u otra pretensión estilística, intelectual o estética. En efecto. La publicidad es una tarea creativa, pero no es arte y tampoco debe ser vendida engañosamente como tal. En todo caso es una herramienta al servicio del consumo que utilizará todos los medios de que disponga para conseguir sus fines y que podrá permitirse alguna que otra licencia artística en la medida que ésta satisfaga sus exigencias de partida. Si un anuncio “no vende lo que tiene que vender” tampoco se mantendrá en antena por sus valores artísticos, sino que simplemente se retirará. Cada segundo de televisión en horario de máxima audiencia es demasiado caro como para dedicarlo a la simple exhibición de las dotes creativas de alguien.

De la misma manera, tanto los planteamientos como los medios publicitarios son el último eslabón de un proceso que comienza con una investigación de mercado, pasa por un análisis del propio producto y tiene en cuenta los aspectos relativos a su distribución. En último término, cuando la empresa, asociación o administración pública que ha realizado estos estudios determina que el producto en cuestión es susceptible de incrementar sus ventas o su aceptación popular de forma considerable, se echa mano de una estrategia publicitaria cuyos objetivos son meridianamente claros, pero en muchas ocasiones sólo se logran a un plazo medio o largo. Esto significa que no sirve de nada anunciar algo sólo durante un mes, pues en ese tiempo la publicidad apenas si puede satisfacer las primeras expectativas al no ser capaz de alcanzar más que a unos pocos consumidores o, dicho de otro modo, que las campañas publicitarias con pretensiones de efectividad son por su propia idiosincrasia largas y costosas estando tan sólo a disposición de los grandes productores.

De tal manera, se produce en el entorno de la publicidad un acontecimiento selectivo similar al que afecta al “mercado ideológico-político”: la inmensa mayoría de los productos y empresas, cuyos propietarios no están en disposición de realizar grandes dispendios económicos, no existen para el ciudadano al carecer de una “imagen de marca” definida e identificable lo cual les impide competir con sus propios productos en igualdad de condiciones.

Por otro lado, y pese a que habitualmente se ha considerado que el emisor publicitario debería permanecer completamente al margen del producto anunciado, en la actualidad se estima que una buena estrategia publicitaria consiste en explotar sus posibles virtudes y logros. Así, recurrir al prestigio y la credibilidad de la entidad o de algunas de las personas que las componen se ha convertido en un elemento importante de la persuasión publicitaria. Precisamente por ello, ahora nos anuncian la leche quienes la ordeñan y envasan -y nos permiten observar el proceso-, nos muestran el mejor coche del mercado sus propios diseñadores o se nos dice que ciertos títulos bancarios son mejores que otros cualesquiera porque los respalda el mismísimo Estado. Emisor aparente y real tienden, en teoría, a coincidir cada vez con mayor asiduidad. Sin embargo esto supone un nuevo engaño, pues la distancia entre ambos permanece en la misma medida que la publicidad jamás ofrece el lado negativo del producto o de quien lo promociona, centrándose únicamente en la vertiente positiva de ambos. Ello da lugar a farsas grotescas en las que una gran compañía cosmética anuncia y vende masivamente una crema anti-arrugas que, al fin y al cabo, nunca hace que las arrugas desaparezcan o dejen de aparecer. La escapatoria ante posibles demandas del consumidor es tan simple como efectiva: “el producto es magnífico señor cliente tal y como demuestran nuestras ‘experiencias de laboratorio’, pero en su caso particular no ha funcionado”; “no se garantiza el éxito en todos los usuarios”; “se advierte en el prospecto interior que en determinadas condiciones no funciona” y etcétera. O sea, el usuario descontento será siempre la excepción a la norma o el individuo diferente que no encaja en el arco grande de la estadística.

Rebels AreTerrorists (Star Wars)
¿Esto es publicidad o propaganda?

Lo habitual es que el receptor ya esté acostumbrado al bombardeo publicitario que sufre a diario y posea un buen número de filtros para eludirlo, de modo que el éxito de la publicidad radica en lo habilidoso que haya sido el diseñador del anuncio para burlar esos filtros y alcanzar los resortes psicológicos correctos[13]. Así, a fin de romper con la resistencia del público en general, el técnico publicitario juega con ciertas ventajas añadidas: cuenta con un potente aparato de recursos científico-técnicos a su disposición; dispone de los criterios suficientes como para seleccionar el medio en el que difundir el anuncio; tiene más o menos bien perfilado un público potencial que podrá estar interesado en la cuestión. De tal suerte, cuando el anuncio es expuesto puede parecer que todo queda ya en manos del consumidor, pero se trata de una ilusión: la realidad es que la mayor parte del público objetivo hacia el que se dirige la comunicación publicitaria mostrará alguna clase de interés en el producto que se le anuncia[14].

Como puede intuirse, la publicidad, al igual que cualquier otra forma de comunicación masiva, depende intrínsecamente de las variables socioculturales –los universos simbólicos- a las que se supedita pues estas configuran la mayor parte de la vida psicológica de los individuos. Esto motiva una curiosa paradoja: la publicidad, en tanto que medio de comunicación de masas, está destinada a generar y perpetuar un sistema de consumo cambiante que, finalmente, termina estableciendo las variables de acción de la propia publicidad. A esto se refería ya de manera ciertamente sutil Alvin Toffler cuando explicó que,

“cada uno de nosotros crea en su cerebro un modelo mental de la realidad, un almacén de imágenes […]. Todas estas imágenes juntas componen nuestra representación del mundo, situándonos en el tiempo, el espacio y la red de relaciones personales que nos rodea. Estas imágenes no surgen de la nada. Se forman, de maneras que no comprendemos, a partir de las señales o la información que nos llegan desde el entorno. Y a medida que nuestro entorno se convulsiona por efecto del cambio […], cambia también el mar de información que nos rodea”[15].


[1] González, J. A. (1996). Teoría general de la publicidad. Madrid: Fondo de Cultura  Económica.

[2] Reyzábal, Mª. V. (2002). Didáctica de los discursos persuasivos: La publicidad y la propaganda. Madrid: Editorial La Muralla.

[3] Desde 1988, y por disposición del Papa Juan Pablo II, Propaganda Fide pasó a denominarse Congregación para la Evangelización de los Pueblos. El concepto de propaganda, tal y como hoy lo conocemos, fue incluido por vez primera en el diccionario de la RAE en su duodécima edición (1884).

[4] Reyzábal, M.V., 2002, op. cit.

[5] Pratkanis, A. y Aronson, E. (1994). La era de la propaganda: Uso y abuso de la persuasión. Barcelona: Paidós.

[6] Reyzábal, M.V., 2002, op. cit.

[7] Convertir el asunto en una cuestión meramente dialéctica que evacúe el problema de fondo y convierta el debate en simple controversia. Llegados a ese punto es posible entrar en el juego del convencimiento con total independencia de la verdad interna o la coherencia lógica de lo que se dice. Por consiguiente y frente a la retórica –que sería el arte de expresar ideas con eficacia-, la erística es el arte de convencer con total independencia de las ideas en disputa.

[8] Festinger, L. (1993). Los métodos de investigación en las ciencias sociales. México: Paidós.

[9] Goffman, E. (2003). Estigma. La identidad deteriorada. Buenos Aires: Amorrortu.

[10] Beck, A.T. (2003). Prisioneros del odio: las bases de la ira, la hostilidad y la violencia. Barcelona: Paidós, 2003.

[11] Basta con observar la caracterización del trastorno de personalidad antisocial (TAP) que contemplan guías diagnósticas como el DSM-5.

[12] Revel, J.F. (1989). El conocimiento inútil. Barcelona: Planeta.

[13] Kapferer, J.N. (1978). Les chemins de la persuasion. París : Gautier-Villars.

[14] Muchos de mis alumnos/as se sorprenden cuando les explico que las marcas de refresco más populares incluso tienen registrado el diseño de sus latas y el sonido que hacen cuando se tira de la anilla, pues ha sido demostrado, mediante estudios de resonancia magnética funcional –RMf- que el cerebro humano es capaz de discernir esas sutilezas y operan como forma eficaz de condicionamiento. O que una de las estrategias más comunes de las grandes editoriales para vender sus libros consiste, precisamente, en pagar a grandes superficies comerciales y medios de comunicación para que los presenten al consumidor como “más vendidos”. Las estrategias de control del consumidor, en este sentido, son literalmente infinitas e incluso ocasionalmente hasta terriblemente siniestras: una marca de café filipina creó miles de niños adictos a su línea de caramelos de café haciendo que sus madres los consumieran en las salas de espera de los ginecólogos cuando estaban embarazadas… ¿Cómo? Pues porque hoy sabemos que lo que las madres comen –o no- se comunica al feto por vía química durante la gestación. Increíble pero cierto. (Si quiere usted saber más acerca de estas cosas le recomiendo una interesante y muy entretenida lectura: Lindstrom, M. (2012). Así se manipula al consumidor (2ª ed.). Barcelona: Planeta).

[15] Toffler, A. (1980). La tercera ola. Barcelona: Plaza & Janés.

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