¿Eres tonto, o qué?


NOTA PREVIA: Debo la inspiración para escribir este artículo a mi amigo Juan Ramón Biedma, quien tuvo a bien compartir conmigo una breve entrada de blog que me despertó el interés por la cuestión y me condujo a ulteriores búsquedas. De rigor es citarla y así lo hago por el aquel de que, a cada uno, lo suyo: http://hyperbole.es/2012/12/el-sindrome-de-dunning-kruger/


Bombillas

Justin Kruger y David Dunning descubrieron un curioso efecto psicológico a lo largo de sus investigaciones en el Departamento de Psicología de la Universidad de Cornell (Nueva York), y cuyos resultados publicaron en 1999 en una rigurosa revista científica de esas que solo leen –no diré “leemos” porque detesto la soberbia aunque sea retórica- los especialistas[1]. Hoy se conoce, claro, como “efecto Dunning-Kruger” y, dado que ya he citado el artículo de referencia en la primera nota y el lector puede ampliar información allá, me limitaré a explicarlo de manera muy grosera a fin de desarrollar un par de ideas.

Resulta que tras una serie de experiencias psicosociales bastante ingeniosas realizadas con estudiantes, llegaron a resultados interesantísimos: los que se mostraron más brillantes, cuando se les preguntaba acerca de sus capacidades, tendían a considerarse en la media o por debajo de ella… Los menos dotados, al dato, solían creer habitualmente que estaban por encima del resto y siempre se consideraban mejores de lo que decía su expediente académico, su rendimiento e incluso las capacidades que habían sido capaces de mostrar durante las experiencias. Yo no he replicado los estudios de Dunning y Kruger, pero soy profesor universitario desde hace 20 años y te aseguro que el efecto funciona: por lo común, cuanto más incompetente es un alumno, mejor concepto tiene de su rendimiento, lo cual ofrece como resultado interminables tutorías en las que los pupilos del cinco “pelao” –o menos- tratan de demostrarte a  cualquier precio que son más espabilados que un lebrel, y que merecen mejor nota y consideración… Entretanto, e irónicamente, los alumnos realmente buenos casi nunca dan ni un pelo de guerra. Así, Dunning y Kruger llegaron al establecimiento de dos ideas muy sencillas, pero de largo alcance: 1) habitualmente, los sujetos menos competentes tienden a sobreestimar sus habilidades al punto de que se creen mucho más listos, capaces y eficientes de lo que son en realidad; y 2) por lo común, las personas menos competentes son incapaces de reconocer en los demás las habilidades que les parecen evidentes en sí mismas.

“Vale -estarás pensando- esto ya me lo imaginaba yo”. De hecho, es conocido desde antiguo que los ignorantes tienden a considerarse mucho mejores de lo que son en realidad porque desconocen sus limitaciones por obvias que estas se les presenten, entretanto las personas cultivadas, capaces y eficientes tienden a ser más humildes, modestas y sensatas, en general, por la sencilla razón de que son más conscientes de sus macas, limites y fracasos. Ya dijo Baltasar Gracián, al que le concederemos el beneficio de la duda que otorga el haber demostrado ser un tipo muy listo, que “el primer paso para la ignorancia es presumir de saber”.

El adagio socrático de “solo sé que no sé nada” raramente lo suscribirá un incompetente porque suele creer que lo sabe todo, de casi todo. Puro Perogrullo, y justo en ello redunda la gracia del argumento. Eso sí, permíteme que te diga, aun a riesgo de resultar pedante, que la ciencia se diferencia de la sabiduría popular en que somete estas cosas a un riguroso estudio, metódicamente controlado y empíricamente contrastado, a fin de determinar si tras ese saber popular se esconde una verdad o una mera creencia. Y en este caso, fíjate, ocurre que para variar la ciencia y el vulgo coinciden. No es cosa muy común, no lo creas… De hecho, si hiciéramos un listado del montón de tonterías que cree el personal por ahí, y que la ciencia ha mostrado erróneas una y otra vez, nos daría para una enciclopedia de muchos tomos gordos.

Tenlo claro: todos solemos valorarnos por encima de nuestras capacidades reales. Es una obvia cuestión de autodefensa cognitiva: el más elemental sentido de la preservación psicológica nos impulsa a creer que somos inteligentes, guapos y felices pues, en otro caso, podríamos llegar a sentirnos tan desgraciados que seríamos incapaces de funcionar con una calidad de vida razonable. De hecho, las personas que experimentan problemas en este sentido llegan a vivenciar enormes desajustes que a menudo las conducen al desastre. El problema aparece cuando somos incapaces de discernir entre la realidad y el autoengaño supervivencial al que nos somete la maquinaria psíquica, porque ahí se empieza a perder pie, la objetividad se tambalea y nos vamos adentrando en el proceloso efecto Dunning-Kruger.

Piensa en esto: todos tendemos a pensar sin que exista una sola razón de peso que lo justifique que somos mejores que la media en alguna cosa. Incluso mucho mejores en ciertos casos. El problema es que eso es imposible porque vulnera cualquier probabilidad estadística… Si todos fuésemos ampliamente mejores en algo que los demás, el mundo estaría repleto de genios en todas las áreas posibles. Sin embargo, la realidad se empecina en demostrarnos lo opuesto en la triste mediocridad que arroja el rendimiento de la vida diaria (repleta de pretendidos escritores que no saben escribir, de supuestos artistas que pintan de pena, de músicos esforzados pero horrorosos, de cantantes tan meritorios como insufribles, de oficiales tan empeñados como chapuceros, de trabajadores incompetentes, de jefes pésimos y, en general, de gente muy del montón) incluso a nosotros mismos, aunque a menudo tendamos a negar esas evidencias para mantener alta nuestra autoestima… Vaya, que el reconocernos dentro de la medianía nos molesta y nos humilla. Por ejemplo: los estudios muestran que el cociente –no “coeficiente”, por favor- intelectual medio se ubica en torno a 100 (1 de cada 2 personas aproximadamente), con lo cual tener más de 115 ya te va haciendo bastante más inteligente que la media… El problema es que de 115 hacia arriba solo puntúa alrededor del 18% de la población[2]. Seguro que ahora mismo tu –porque la autoestima te empuja a ello- crees estar en ese rango de los elegidos, ¿verdad? O al menos quieres imaginar que eres mucho más listo que ese vecino al que consideras un completo imbécil. Bueno, yo no me apostaría la vida en ello: el cociente intelectual medio de los españoles se sitúa en torno a 98 –que no es poco- y lo más probable es que los dos andemos por ahí[3]. Punto arriba, punto abajo.

Otra cosa es que confundamos la competencia o la inteligencia con otros factores concomitantes como la personalidad, la eficacia conductual, las circunstancias o el mero azar, y ello supone un grave error de apreciación que distorsiona la comprensión del problema. Dos personas pueden ser exactamente igual de inteligentes sin que ello implique que ambas tendrán idéntico éxito en la vida: existen otros factores coadyuvantes que median en el proceso y que provocan que inteligencias iguales muestren rendimientos dispares (por eso puede que tengas razón en que tu vecino es un imbécil aunque sea exactamente igual de inteligente que tu).

Esto me viene al pelo, por cierto, para comprender tanto desatino de políticos, economistas, próceres, gurús, sabios, ganapanes y listos sabihondos como nos salen por doquier en los tiempos presentes, a poco que patees un canto por ahí. Desde las tertulias a los parlamentos, desde los gimnasios a los consejos de administración, desde los parques públicos a los juzgados, y desde las barras de los bares a los ayuntamientos. En lo vertical y lo horizontal. Metámonos todos y sálvese el que pueda. A lo mejor, amigo, nos lo tenemos que hacer mirar porque, como bien digo, una de las peores adversidades del efecto Dunning-Kruger es que uno no sabe que está siendo afectado por él, que le está restando objetividad en su autoevaluación, y lo que es peor, que le está impidiendo ver la buena idea de otro aunque se siente encima y le muerda el pandero… O bien propicia que, aunque la veamos, seamos incapaces de aplicarla con el necesario rigor y eficiencia. Que de todo hay.

Probablemente, ese plan que pensamos fantástico es un churro y lo que toca es callarse, escuchar, valorar al que tenemos enfrente y pensar dos minutos en si estaremos a la altura. Por no hablar de esa sana prudencia a la que Epicuro consideraba “el más excelso de todos los bienes” y que puede resumirse en el viejo axioma de la abuela: “niño, tu a lo tuyo y con mucho cuidado”.

Inteligencia


[1] Kruger, J, & Dunning, D. (1999). Unskilled and Unaware of It: How Difficulties of recognizing One’s Own Incompetence Lead to Inflated Self-Assesments. Journal of Personality and Social Psychology, 77, 6: 1121-1134.

[2] Puedes comprobarlo, por ejemplo, en esta página web en la que se muestran con bastante claridad los percentiles y sus frecuencias poblacionales en dos escalas de uso tópico: http://www.conaltascapacidades.com

[3] http://noticias.universia.es/actualidad/noticia/2014/08/18/1109783/espana-9-poblacion-inteligente-mundo.html (es de rigor hacer notar que en esta web, pese a lo interesante de la noticia, el lumbrera que ha escrito la noticia se suma a esa moda presente de llamar a lo que siempre fue “cociente”, como “coeficiente”. Alguno me dirá que la RAE lo acepta, y a ello respondo que la RAE en los últimos tiempos ha adquirido la bastante mala costumbre de terminar por aceptar cualquier cosa que se diga –o escriba- mal con la condición de que la diga o la escriba mucha gente. Cosas de la limpieza y el esplendor).

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